Como profesora universitaria con cursos a cargo en tiempos de pandemia y también como madre de universitaria que ha estado con docencia remota, tengo visiones desde ambas caras de la moneda de la compleja y muy desafiante situación que nos ha tocado vivir.
Por ello, comparto en parte la preocupación de los padres que escriben por la vuelta al formato de clases presencial en la Universidad Católica, donde yo además enseño. Sin embargo, no comparto la conclusión de que las autoridades universitarias y los profesores “demos por obvio” que los estudiantes están cautivos de nuestro prestigio y por ello se les entreguen, según ellos, respuestas vagas o dubitativas respecto de la vuelta a clases presencial. Menos hemos olvidado la importancia de la experiencia integral universitaria, no solo para mantener el liderazgo de la institución, sino que, mucho más relevante, por lo que esta experiencia significa en la formación de personas integrales, profesional y éticamente. De esta forma contribuimos en la formación de personas que sean modelos a seguir y dejen una muy positiva huella donde quiera que se desarrollen laboralmente.
La docencia remota a la cual debimos subirnos con un esfuerzo enorme todos los profesores y equipos docentes universitarios presentó enormes desafíos y lleva implícita la premisa de que los valores de la ética están presentes. El formato remoto se presta no solo para poder entregar múltiples herramientas de apoyo y de estudio para los alumnos, sino también, y muy lamentablemente, para actitudes, de parte de algunos alumnos, claramente reñidas con la ética.
Quiero dar a conocer mi experiencia como profesora y hablarles a los padres de los alumnos que con justa razón quieren que sus hijos vuelvan a clases presenciales, a los alumnos que puedan estar leyendo esta columna y a la sociedad en su conjunto.
Junto con experimentar momentos gratos donde se recibe el afecto y el respeto de muchos alumnos, también es cierto que hubo otras experiencias que en lo personal me han causado tristeza, desesperanza y sorpresa. Definitivamente, creo que hemos sido avasallados por formas de operar que no imaginamos, el mal uso de las tecnologías evidenciado en copias masivas durante las interrogaciones, en espacios protegidos, por ejemplo sin uso de cámara obligatoria. Sumado a esto, el negocio que ha sido denunciado hace unos días en un reportaje de Mega, donde se ven organizaciones de “profesionales” que ofrecen, por sumas no menores, el hacer pruebas y trabajos a estudiantes universitarios. Esto me dejó mal, y entendí, por ejemplo, cuál podría ser el uso de todas mis clases del semestre recién pasado que encontré en un sitio web (Scribd.com) y donde se debe pagar para acceder. Este material fue subido por una persona que sale identificada, que no conozco, y que obviamente no pidió mi autorización.
Estos dos ejemplos de mi experiencia reciente, más los de otros colegas de distintas instituciones de educación superior, muestran que estamos frente a muchas y masivas actitudes de faltas a la ética que no deben ser normalizadas. El daño es, de partida, enorme para la persona que comete este error, pero más importante aun, es un daño a la sociedad entera y a su futuro. Como padres y como profesores, debemos conversar y reflexionar con nuestros hijos respecto de qué han aprendido, cómo ha sido su proceso, qué dificultades y desafíos han encontrado, hablarles de la relevancia y satisfacción de la tarea bien hecha y del significado de lo que llamamos ser exitosos.
Todos los días se constatan faltas a la ética a nivel de instituciones, del país, de organizaciones mundiales, de las que tanto reclamamos como sociedad, corrupciones, colusiones, fiestas clandestinas y permisos de movilidad falsos en tiempos de pandemia, actividades económicas que generan un daño enorme al medio ambiente, los delincuentes transformados en víctimas, la suciedad de la política como camino para llegar al objetivo, y un largo etcétera.
Estas dañinas prácticas que generan rabia y constituyen un cáncer para la sociedad se originan desde el momento en que el individuo deja de actuar con ética y esta se pierde como un valor en sí misma.
En esto no podemos seguir pidiéndole al “sistema” que cambie y opere éticamente; debemos volver los ojos al individuo, y ver lo relevante que es dar el ejemplo en vida, en lo que se entrega en la familia, en los primeros años de educación escolar, pero que puede y debe ser reforzado en otras etapas de la vida como, por ejemplo, la universitaria.
María Paz Marzolo C.
Profesora Titular
Pontificia Universidad Católica de Chile