La Convención Constitucional tiene como objetivo proponer un texto que, una vez concluido, deberá ser sometido a la consideración de la ciudadanía mediante un plebiscito.
A la luz de ese objetivo, todo parecía sencillo y claro.
Se trataba de elegir un conjunto de personas que, portando diversos intereses ideológicos, étnicos, de clase, de género, pudiera, mediante el intercambio de razones, diseñar las bases de la comunidad política. La ciudadanía se dispuso entonces a presenciar ese debate y a avizorar lo que sería su futura carta constitucional.
Desgraciadamente algo ha ocurrido que parece distorsionar o postergar ese quehacer. El conjunto de convencionistas, o más precisamente, la mayoría de ellos, ha decidido erigirse en un poder del Estado (en un revelador lapsus, así lo llamó el vicepresidente de la Convención) en el que se refleja no la ciudadanía igual que está a la base de la democracia, sino la identidad étnica o de género; donde se empujan decisiones públicas para las que ninguna regla los autoriza; en que se pueblan hasta la congestión la directiva y las comisiones y cuya mesa directiva parece serlo deliberadamente de un sector de la Convención y no de todo el conjunto.
Y esos rasgos los muestran acentuadamente quienes dirigen la Convención.
La presidenta de la Convención esgrime, en efecto, con demasiada frecuencia su identidad indígena para justificar un punto de vista partisano en la conducción; el vicepresidente, por su parte, asume explícitamente una solidaridad corporativa para exigir (como si creyera que su sola voz es suficiente, desde el punto de vista legal, para doblegar la voluntad de la fuerza pública) se liberara a un par de convencionistas que, en opinión de la policía, habían infringido flagrantemente la ley.
Todas esas conductas son, por supuesto, explicables; pero ninguna está a la altura de lo que se tuvo en vista al tiempo de instituir la Convención.
Desde luego el conjunto de convencionistas, ni ninguno de ellos individualmente considerados, poseen un poder que pueda reclamar legitimidad para sobreponerse a cualesquiera otros. En esta parte quizá sea útil recordar la distinción entre poder de facto y poder de jure. Quizá la Convención, sobre la base de la votación que recibió, pueda reclamar para sí un poder de facto, un poder de hecho, para imponer su voluntad, o tratar de imponerla, al resto de los poderes; pero es obvio que no tiene poder de jure, poder de derecho, para hacerlo. Por supuesto alguien suficientemente afiebrado podría decir que hoy el derecho está suspendido y que lo que importa es la fuerza de la simple voluntad; pero ¿hay alguien que integre la Convención que describa su función como una mera posición de hecho? No cabe duda. La voluntad de la Convención no puede sobreponerse a ningún otro órgano, puesto que sus deberes no conciernen ni a la administración ni al gobierno del Estado. Estos últimos, para bien o para mal, siguen en manos de las autoridades existentes antes de octubre del 2019. Y es de esperar que alguno de los juristas que integran la Convención tenga la oportunidad y el tiempo (ojalá no sea la falta de valor lo que les ha aconsejado hasta ahora permanecer mudos) de recordarlo al resto.
Se suma a lo anterior el hecho de que la Convención se configuró en base a identidades, especialmente de género y étnicas; pero ello no significa que, en sus debates, en su conducción, en la integración de las comisiones o el diseño de las reglas, o en las razones que esgriman quienes la integran, las identidades deban tener más peso que el simple estatus de la ciudadanía abstracta.
El origen étnico o el género pueden ser muy buenas razones para, como se hizo, adoptar reglas de discriminación positiva que aseguraran la presencia en la Convención de sectores tradicionalmente excluidos o dominados; pero la condición étnica o de género no ha de conferir ninguna ventaja a la hora del debate, ni permitir ningún desplante a la hora de conducir la Convención. Como es obvio, el género, la etnia o cualquier otra cualidad adscrita no confieren ninguna ventaja epistémica a la hora de emitir juicios o dar opiniones. Hablar mapudungun o conocer la cosmovisión de este o aquel pueblo o adherir a ella, del mismo modo que cualquier otra característica cultural, no debe conferir ventaja alguna a la hora del debate o ser un título para merecer un trato especialmente deferente que, no vale la pena engañarse, casi siempre es una forma encubierta de desdén.
Es hora de que la Convención se ponga a la altura del propósito para el que fue electa, muestre capacidad de discernimiento a la hora de dibujar las bases de la comunidad política, evite la tentación de transformar su tarea en un simple ejercicio performativo, ejerza su quehacer con sobriedad, sacuda de sí cualquier megalomanía, y sobre todo recuerde que su tarea no es agregar intereses identitarios o hacer desplantes simulando un poder que no se le ha conferido, sino reflexionar acerca de lo que sea mejor y más bueno para la democracia.