Ninguna de las razones ofrecidas en favor de la declaración de la Convención tiene asidero: ni que la Convención posea los derechos a la libertad de expresión y de petición, ni que necesite interpretar de ese modo el contexto político para iniciar su tarea, ni que la violencia deba ser tenida como legítima por ser la causa de su existencia, ni que emitirla forme parte de sus atribuciones.
Siendo órgano del Estado, no es titular de derechos constitucionales, que solo pertenecen a las personas naturales. Como las personas, además de los derechos a la libertad de expresión y de petición, poseen, también, el derecho de asociación, pueden ejercerlos en forma individual o comunitaria. Pero la proyección comunitaria de los derechos fundamentales hecha posible gracias al derecho de asociación no se extiende a los órganos del Estado, que no ejercen derechos, sino competencias o potestades. Por eso, los hospitales estatales no pueden hacer “objeción de conciencia institucional” en materia de aborto, como sí pueden hacerlo sus médicos o los hospitales privados. Cada convencional es titular de tales derechos, actuando de manera individual o como grupo, pero ni siendo mayoría pueden comprometer en ello a la Convención como tal.
Que la función de la Convención sea política es una obviedad. Pero quienes gustan de calificar este como un “momento constitucional” saben que la política constitucional no debe confundirse con la política de los “momentos corrientes”, lo que ocurre cuando la Convención busca interferir la política contingente, aunque solo sea mediante la actividad simbólica. La política constitucional exige de la Convención una lectura de la realidad, incluso de la contingencia, pero para traducir tal lectura en disposiciones constitucionales, como la que regule la prisión preventiva o la que aborde el lugar de los pueblos originarios. La Convención debe abandonar su pretensión de mostrarse como grupo de oposición al actual gobierno y la de sustituir al Congreso Nacional y al Poder Judicial, no solo en sus decisiones, sino, aun antes, en el tipo de deliberación que solo a estos órganos incumbe.
La instalación de la Convención tiene por causa directa las marchas pacíficas que sucedieron al 18 de octubre de 2019, y no la violencia que explotó ese día: con violencia y sin marchas no hubiera surgido el acuerdo del 15 de noviembre. Pero admitida como hipótesis que la causa de la Convención fuera aquella violencia, de esta relación causal no se infiere una relación justificatoria. No hay derecho —como los convencionales maquiavélicos pretenden— de ejecutar un mal para procurar un bien, pero existe el derecho para retener los efectos buenos de un acto malo en que no se ha participado. Conservar un hospital construido por el narcotráfico no implica legitimar al narcotráfico ni altera el deber de perseguir sus delitos, así como juzgar buena la existencia de la Convención no implica juzgar buena la violencia que la hubiera causado. La Convención, en esta hipótesis, sería un efecto bueno de un acto malo y, reteniéndolo, no justificamos su causa.
La Convención excedió sus competencias —que deben interpretarse restrictivamente— al emitir la declaración que legitima la violencia y promueve la impunidad. Si ya estaba sometida a las limitaciones del Capítulo I de la Constitución, al repetirse estas mismas disposiciones en el Capítulo XV se acentúa este carácter restrictivo. Entre los órganos del Estado —aunque la Convención no es “poder constituyente”, sino “poder constituido”— tiene ella el poder más intenso, pero el menos extenso. No porque tenga el poder intenso para proponer un cambio constitucional tiene el poder extenso de intervenir en toda cuestión política.
Es imprudente que los convencionales intervengan en la política contingente, dado su carácter de incumbentes con interés en el resultado de su actividad. No debe olvidarse que, además de su legítima aspiración a ocupar los cargos de la nueva institucionalidad, para cuando tengan lugar las primeras elecciones populares tras el término de sus funciones, seguramente, ya habrá pasado el año de inhabilitación que les hubiera impedido ser candidatos. Las reglas de probidad a que están sujetos deberían impedirles hacer campaña tan temprano.
Ricardo Salas Venegas
Profesor Escuela de Derecho
Universidad de Valparaíso