En una sociedad segregada, clasista y machista, no es poca cosa que la presidencia de la Convención haya recaído en una mujer mapuche. De ahí en más, sin embargo, y por desgracia, solo hemos sabido de desaciertos en el trato que ha recibido y en lo que ha resuelto la Convención.
El postulado de que la Constituyente es soberana se ha prestado para equívocos y errores. Su competencia es tan importante como acotada: proponer a plebiscito un nuevo texto constitucional. En consecuencia, no puede, ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, arrogarse otras tareas que la de redactar una Carta Fundamental. Atribuirse otras funciones, aunque sea apelando a los restantes Poderes del Estado no solo es un error jurídico, sino también uno político.
Es un error político, en primer lugar, por cuanto al apartarse de su tarea, entra en polémicas innecesarias que no le competen. En segundo lugar, porque parte produciendo tensiones internas en momentos en que debiera tratar de generar un ambiente unitario, el que le será indispensable cuando deba dirimir diferencias constitucionales inevitables. En tercer lugar, porque desgasta su propio poder si es que su consejos no son recogidos. Este riesgo de irrelevancia, esta pérdida de autoridad sea tal vez el más grave de los que corre al entrar en terreno ajeno.
Por último, la declaración peca de abordar con liviandad un debate cuyas complejidades simplemente omite. Hay al menos dos dimensiones del camino de las amnistías a los delitos cometidos con motivación política que merecen particular atención. El primero es el de la naturaleza de los hechos perpetrados. Es distinto lanzar una piedra a un farol que una bomba molotov a un carabinero de a pie; rayar una pared que saquear un supermercado. Cualquier política de perdón debe tener presente el conjunto y cada una de las conductas a amnistiar y eventualmente hacer las necesarias distinciones. La segunda y más importante es la cuestión de si el conflicto se pacifica o se intensifica con el perdón. Es distinta una amnistía que sella una negociación, un proceso de paz, que aquella que valida, legitima o reimpulsa la violencia. Nada de esto fue tratado en el debate ni en la declaración de la Convención, cuyo afán pareció haber sido más bien hacer un punto político propio de un grupo de militantes, que haber ayudado a solucionar un problema como un órgano de Estado.
La declaración abre el proceso constituyente con lo que califica como “un debate de una profundidad ineludible”. Ciertamente debatir una amnistía a delitos cometidos con motivación política merece ese calificativo. Lo que, sin embargo, no parece haber ocurrido es que la cuestión se haya debatido con profundidad. Que sepamos, no se pidió información acerca de los hechos, ni en su cantidad ni en su calidad. Tampoco parece haber habido debate al margen del que su puede haber verificado al interior de las bancadas que compitieron por distintas versiones de la declaración. La Comisión de Constitución del Senado que estudia esta materia debiera hacer caso omiso a la demanda de máxima celeridad hecha por la Convención, para asegurarse de tratar esta materia con la profundidad que merece.
La Convención, por su propia naturaleza, está especialmente necesitada de autoridad. Esta solo podrá encontrarla en su campo más propio: cual es el de debatir y acordar el texto de la Constitución. Al exorbitar sus tareas propias arriesga la pérdida de su autoridad y de su relevancia, máxime cuando aborda esas otras tareas con la liviandad y militancia con que lo hizo esta vez.