Vengo de dar la que será probablemente la última clase que imparta en un curso universitario, y lo que me invade es una sensación de pesadumbre, que es más que tristeza. Un sentimiento que dará paso prontamente a la nostalgia, que no es otra cosa que el valor que damos a las cosas buenas que tuvimos en el pasado. En cambio, la melancolía es la sensación de lo que no fue, de lo inacabado, de lo incompleto. Entonces, sentiré nostalgia, no melancolía.
La única luz que aparece en la primera de las frases que acabo de poner es el adverbio “probablemente”, puesto que solo los bandoleros dicen que no se debe volver al lugar en que se estuvo alguna vez. “A la universidad se entra, pero de ella no se sale jamás”, aseveraba uno de mis profesores, y es probable que me comporte de acuerdo con esa afirmación. Había solo cinco jóvenes en la pantalla el día en que di esa última clase —todas mujeres—, un género que cuando menos en lo que respecta a asistencia rompió hace ya tiempo la paridad, a su favor se entiende, y al despedirnos ellas expresaron su deseo de que me fuera bien en la tarea a que voy a dedicarme ahora, al menos durante 9 meses, y en la que concentraré prácticamente todo mi tiempo. Creo que voy a perderme incluso del hipódromo cuando los apostadores puedan volver allí para recuperar la camaradería que se produce en un recinto como ese.
Siempre he pensado que uno opta por la enseñanza como una manera de continuar aprendiendo. Tomar el compromiso de presentarse un par de veces por semana ante un curso es la mejor manera de asegurarnos de que continuaremos aprendiendo, o sea, estudiando y corrigiéndonos a nosotros mismos. Muchas veces no sabemos lo que creemos saber, o sabemos menos de lo que creemos saber o, sabiendo algo, no estamos en condiciones de transmitirlo bien a los demás. Cuando ingresé a la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile hice una intervención que, en esa misma línea, titulé “¿Qué he aprendido enseñando Filosofía del Derecho?”, y me demoré un buen rato en responder a esa pregunta.
El humor es una virtud, un hábito de bien, y deberíamos cultivarlo con mayor asiduidad, sobre todo a costa de nosotros mismos y de nuestras ocupaciones y preferencias. A propósito de la filosofía del Derecho, Antonio Tabucchi tiene un cuento muy bueno, “Pequeños equívocos sin importancia”, en el que un joven, Federico, interesado en estudiar lenguas clásicas, es matriculado por error en la carrera de Derecho. ¡Imagínense su frustración! “Se trata de un pequeño equívoco sin importancia”, le dijeron en la secretaría cuando presentó allí su reclamo, sugiriéndole que mientras se corrigiera el error asistiera a clases de Derecho, cosa que Federico hizo de mala gana y en medio de las risas de sus amigos. Hasta que un día se le vio ingresar exultante en la cafetería de la universidad, donde informó a todos que, aunque no lo creyeran, haber asistido a algunas clases de filosofía del Derecho había sido suficiente para encontrar respuesta a preguntas que lo atormentaban desde siempre, y que, por lo mismo, había decidido seguir adelante con sus estudios de Derecho.
Cada vez que relato esa historia a los estudiantes les hago ver que habiendo escuchado muchas clases de filosofía del Derecho, y de haberlas impartido ya por medio siglo, ellas no habían servido, al menos en mi caso, para contestar preguntas realmente importantes. Los jóvenes sonríen en ese momento, y es de esa manera que me hacen saber que entienden que no me tomo tan en serio la enseñanza de la asignatura a mi cargo. En serio, sí, cómo no, pero nunca demasiado en serio.
¿Qué es el Derecho? ¿Qué funciones cumple en la sociedad? ¿Cuáles son los fines que persigue? ¿Qué es la justicia como uno de esos fines? ¿Cuáles son las principales doctrinas acerca de la justicia y cómo rivalizan unas con otras? La verdad es que si tales son las preguntas habituales que un curso de filosofía del Derecho pone sobre la mesa, su importancia y seriedad no deberían ser puestas en duda, al revés de lo que he venido haciendo al compartir con los estudiantes el cuento de Tabucchi. Pero nunca lo omití en la primera de mis clases de cada semestre, pero sí en la última que acabo de dar ahora. La dignidad del retiro me impuso una mayor seriedad que la habitual.
¿Y a qué viene todo esto tan personal?, podrían reclamar los lectores de esta columna, y no tengo más respuesta que apelar a la nostalgia que empiezo a sentir de lo bueno que ha sido para mí dar clases y escribir en este y otros medios.
Agustín Squella