Hola, soy el Palacio Pereira. A partir de hoy, domingo 4 de julio, seré la sede de la Convención Constitucional. El futuro del “nuevo Chile” (como lo han bautizado algunos) se gestará en mis entrañas. No es poca cosa, considerando que soy apenas un inmueble.
La redacción de una propuesta de nueva Constitución bajo mi techo será uno de los momentos más importantes en mi larga vida, que está próxima a cumplir 150 años de edad.
Pero mi historia tiene mucho más recorrido.
Mis orígenes fueron inmensamente felices. Aquí vivió una extensa familia, con 11 hijos. Había mucha actividad; niños corriendo, fiestas, misas, reuniones sociales y de trabajo. Fueron años de calidez y cariño.
Después me transformé en un liceo de niñas. Fue otra época maravillosa.
Más tarde, durante el gobierno de la Unidad Popular, fui objeto de una toma y se instalaron aquí varios grupos que decían ser de movimientos de estudiantes revolucionarios. El Presidente Allende terminó cediéndome a todos los grupos de jóvenes que quisieran venir. Hacían aquí de todo: peñas folclóricas, asambleas, mítines y guaguas. Inhalé tanta marihuana que perdí muchas neuronas y hay partes de mi historia que ya no recuerdo.
Sí tengo perfecta noción de que poco después hubo un veloz desalojo y ya no se escucharon más arengas incendiarias ni nada.
De a poco empezó a volver la gente. Pero a nadie le interesaba cuidarme, o menos restaurarme. Entraba la gente solamente a desvalijarme. Se robaron todo lo valioso que encontraron. Se llevaron el piso, los artefactos de baño, las instalaciones eléctricas. Hasta los ladrillos de los muros me expropiaron. Luego, ya arruinado como me dejaron, me usaron como lugar de escondite, de juerga, de baño y de motel. Me convertí en símbolo de la gratuidad total. Hasta transacciones entre narcos se realizaban aquí sin pagar ni arriendo ni gastos comunes.
Conmigo se podía hacer lo que quisieran, porque era de nadie y de todos al mismo tiempo.
Por eso nadie me cuidaba. A veces pienso que las plazas, el transporte público y hasta el Estado corren el riesgo de que les pase lo que a mí. Todo aquello que es de nadie y de todos al mismo tiempo se puede manosear, ultrajar y expoliar sin culpa.
Por eso me da miedo que mi historia, impregnada en mis muros, se traspase por osmosis a la Convención. Yo también alguna vez fui “casa común” y albergué a familias, organizaciones, y establecimientos que me habitaron llenos de esperanza. Pero el maltrato, la falta de modales y de respeto me arruinaron y entré en decadencia.
Temo lo mismo de la Convención: que la ausencia de respeto por las personas, pero también por los símbolos, termine degradando su labor y pierda la confianza de la gente. No quiero que la Convención se desprestigie como les ha ocurrido a otras instituciones de mi país.
Si me han visto con atención, se darán cuenta de que estoy más lindo que nunca. Por dentro, por fuera, y de espíritu. Espero seguir así. Porque bien puedo ser una metáfora, un reflejo de nuestra institucionalidad. Porque soy lo más cercano a la imagen de la “casa de todos”.
Así que cuídenme, por favor.