Michel Houellebecq (1958) ha sido desde la publicación de su primer libro,
Ampliación del campo de batalla (1998), una suerte de nuevo enfant terrible de la literatura francesa, y fue llamado por la prensa gala “la primera estrella de las letras” después de la guerra, tras la época de Jean-Paul Sartre. A esa novela siguieron
Las partículas elementales,
Plataforma,
El mapa y el territorio,
Sumisión y
Serotonina, en todas las cuales Houellebecq despliega un inusual, cruel, despiadado y reconcentrado nihilismo: la sexualidad humana como mercancía; la basura de las relaciones interpersonales en la era actual; el desierto social, profesional, económico, de seres patéticos, desarraigados; la glorificación absoluta de la nada y el vacío; la burla de los valores proporcionados por la cultura de hoy —sean religiosos, políticos, éticos o humanistas, léase cristianos, marxistas, islámicos—, en fin, absolutamente todo aquello que hoy se estima políticamente correcto. Houellebecq es, además de novelista, poeta, ensayista, creador de guiones cinematográficos. Un exhibicionista descarado, una especie de anarquista para la galería, un artífice de las relaciones públicas, ha manejado con fruición estos y otros recursos para deleite, admiración o rechazo asqueado de periodistas, lectores, gente de toda clase. Por cierto, con sesenta y tres años a cuestas, Houellebecq ha madurado y ahora desempeña, haciéndolo muy bien, el rol de artista maduro, serio, asentado, reflexivo, aplomado. Así lo prueban, en especial, sus textos de no ficción:
Lanzarote,
En presencia de Schopenhauer,
Configuración de la otra orilla y el que reseñaremos a continuación.
H. P. Lovecraft, subtitulado “Contra el mundo, contra la vida”, su más reciente incursión en el género ensayístico, no tiene nada o tiene muy poco que ver con la anterior producción de Houellebecq: en primer lugar, el narrador nunca había expuesto alguna inclinación hacia los relatos de anticipación, ciencia ficción o miedo. En segundo, resulta, por decir lo menos, sorprendente esta fervorosa afición de Houellebecq por lo fantástico, pues la totalidad de su corpus previo ni siquiera indica una ínfima dosis de predilección por esta mal llamada subliteratura por la que, más asombroso todavía, Houellebecq se manifiesta cual fanático sin límites. Por último, en este orden de asuntos, la elección de ese oscuro y venerado prosista norteamericano revela una nueva cara en Houellebecq, que, con toda seguridad, no será la última: la de defensor y propagandista a ultranza, de autores y autoras olvidados, considerados de menor categoría, ignorados, denostados o simplemente menospreciados por lo estudiosos de lo “serio”, en el arte, la literatura y todo lo demás.
Houellebecq descubrió los cuentos de Lovecraft a los dieciséis años y volvió con asiduidad a las llamadas grandes fábulas del supremo maestro del terror cósmico. Lovecraft, aparentemente, carecía de todo atractivo para generar en Houellebecq tanta fascinación, tanto embrujo en alguien del todo ajeno al universo del prosista norteamericano. Con todo, Houellebecq construye una crónica, calificada de profética, en la que su oficio de escritor acentúa el propio trabajo de gimnasta del pesimismo, de apologista de lo insólito, de neurótico del ocaso, a la luz de su prolífica producción anterior. Para él, la fuerza de atracción de Lovecraft reside en su capacidad para edificar una oposición permanente, una enmienda a la totalidad de lo humano en todos sus aspectos. Precedido por un enjundioso prólogo de Stephen King, quien se declara un acérrimo admirador de Lovecraft, este volumen de Houellebecq subraya el fenómeno de que es solo en aquellos lugares secretos donde curamos nuestras heridas. Por consiguiente, ahí nos preparamos para la próxima batalla que nos presenta la realidad, pudiendo así enfrentar una sociedad y un medio poco propicios, donde impera, de manera suprema, aquello que es inverosímil, curioso, peregrino.
Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), hoy considerado un inventor artístico de talla superior, fue, en vida, fuera de haber pasado sin pena ni gloria, un hombre profundamente antipático y ni siquiera las centenares de biografías confeccionadas acerca de su persona logran disimularlo: racista, misógino, con pretensiones aristocráticas, solitario, sin reconocimiento —que lo necesitaba como el agua—, también mostró rasgos solidarios hacia colegas y amigos. Forjador de los famosos mitos de Cthulhu, obseso por los vocablos y nombres raros (en lo que anuncia a Tolkien), con seguidores en todas partes del planeta, Lovecraft es, incuestionablemente, sobrevalorado: en cada página de sus ocho ejemplares mayores, en su voluminosa correspondencia, en la integridad de su obra, se repiten, hasta el cansancio, términos y frases como espantoso, hórrido, horrendo, pavoroso, horripilante, horroroso, monstruoso, espeluznante, apocalíptico, aterrador, siniestro, lúgubre. Con su característica ironía, Jorge Luis Borges afirmó que tras apenas hojear
El color que cayó del cielo le había bastado y sobrado con Lovecraft.
Así y todo,
H. P. Lovecraft trasciende como ejemplo de superación intelectual de Houellebecq, de una novedosa integridad intelectual, del placer por investigar, descubrir, analizar, desmenuzar, contemplar con otros ojos a uno de sus narradores predilectos, diciendo por pasión y exuberancia lo que piensa y siente acerca del otrora ignoto y hoy tal vez excesivamente consagrado estadounidense. De este modo, H. P. Lovecraft resulta, a la postre, un saludable retorno a Cthulhu.