El volante danés Christian Eriksen se desplomó a los 42 minutos del partido que jugaba por su selección ante Finlandia, en el debut de ambos equipos en la Eurocopa, sin que mediara falta alguna. Nadie lo golpeó. Simplemente cayó como si fuera un edificio sin medidas mínimas de contención frente a un temblor. Como King Kong atacado en el Empire State…
Técnicamente, Eriksen estuvo muerto algunos minutos. Sin signos vitales a plenitud. Y a no ser por la asistencia médica pronta y la aplicación correcta del masaje cardíaco, hoy estaríamos hablando de un mártir. De uno más en el fútbol, que engrosaría una lista ya profusa de jugadores fallecidos en “acto de servicio”.
No da para más. Este juego de la exigencia mayúscula, del alto nivel competitivo, debe tener un fin. Los límites, hace rato, se traspasaron.
Ericksen, por lo que se sabe, es un tipo sano. Tiene 29 años y a pesar de que como todo ser humano debe tener algún vicio no conocido, tiene vida de deportista de alto rendimiento. Durante la última temporada futbolística europea, tuvo que enfrentar el estrés competitivo de la liga italiana hasta lograr con Inter el Scudetto. Pero después de eso, como la mayoría de sus compañeros, Eriksen no tuvo tiempo para celebrar, desconectarse y tomar un tiempo de vacaciones. No. Eriksen se unió sin pausas al trabajo de la selección de su país para enfrentar la Eurocopa. Y aunque no se quejó de nada, su cuerpo sí. Y se desplomó en el partido inaugural sin razón aparente.
No, no fue mala suerte lo que le pasó a Eriksen. Tampoco la consecuencia “lógica” de una mala preparación. Simplemente fue la demostración de que él es un deportista de alto nivel, pero no una máquina. Algo que no saben —o no quieren reconocer, más bien— los que en sus lustrosas oficinas llenas de notebooks, donde guardan sus documentos Excel y hacen calendarios atosigantes para generar dinero.
El fútbol se ha desnaturalizado. Es bueno recordarlo, aunque suene a frase hecha. Los códigos que hoy se imponen son sencillos pero aterradores: hay que darle movimiento perpetuo al espectáculo para que derrame sus millones. El monito, con billete baila.
Eriksen quizás nunca pensó, hasta el fin de semana, que eso es algo normal pero también antinatural y peligroso. Tal como el resto de sus compañeros que hoy juega la Eurocopa y la Copa América, tal vez pensaba que no requería de una pausa “porque hay que aprovecharlo todo: la profesión es corta” y que “ya tendrá tiempo después para el descanso”.
El tema es que estuvo a punto de que le profesión fuera aún más corta de lo que él pensaba y que ya no tendría más tiempo para hacer otras cosas en su vida.
Exigirse hasta desmayar, correr hasta dejar la última gota de sudor, entrenar y jugar cada tres días, no tomar descansos, no es decisión de los que llevan este ritmo. Ellos, como Eriksen, lo hacen porque es la exigencia, el negocio, la obsesión de unos que ni cerca están de hacer esfuerzos desatados.
Es hora de parar este escándalo. A todos nos gusta el fútbol. Pero a nadie le pudo gustar ver a Eriksen tirado en la cancha luchando por seguir con vida.