“Les estuvo exponiendo su mensaje, de acuerdo con lo que ellos podían entender. Y no les hablaba sino en parábolas; pero a sus discípulos les explicaba todo en privado” (Mc 4, 34). Esta pedagogía, expuesta en el Evangelio de hoy, nos dice mucho. Hay un ejercicio permanente de Jesús para ser comprendido por sus interlocutores. El Señor no da por supuesto que quienes lo escuchan tienen las categorías para entender sus palabras o hablar su idioma. Por ello se ‘abaja', se hace uno más, camina con ellos y se esfuerza por ocupar las categorías de su tiempo para dar a conocer el mensaje que quiere entregar.
Esto contrasta con la actitud de muchos católicos que, al momento de enfrentar las vicisitudes y complejidades de nuestra cultura, no sabemos ser hábiles para entrar en diálogo a partir de las categorías de los otros. Muchas veces, pretendemos que todos son cristianos y les hablamos en nuestro idioma, sin hacernos cargo de que las dificultades culturales y la secularización han vaciado de contenido muchas de nuestras palabras o categorías. Nos cuesta aceptar que el mundo cambió y seguimos en la inercia de métodos y expresiones que, simplemente, están fuera de lugar. Esto resulta particularmente evidente en el mundo de los jóvenes, en las artes y en buena parte del ámbito político e intelectual, donde constatamos una distancia abismante con la Iglesia y con la fe que anunciamos. Las razones esgrimidas son muchas: porque la consideran fuera de la realidad, porque aparece como discriminatoria, porque propone caminos hoy inexplorables o anacrónicos, porque no da razones, etc. Parece que, simplemente, se ‘cortó' la conexión.
¿Qué hacer? ¿Cómo anunciar la fe a esta generación? ¿Cómo evangelizar al mundo de hoy?
Me viene a la mente el testimonio de San Pablo en el Areópago de Atenas. Este Apóstol de los gentiles “estaba interiormente indignado al ver la ciudad llena de ídolos” (Hch. 17,16). Sin embargo, este ‘impacto' con el paganismo, en lugar de hacerlo huir y arrinconarse, en lugar de encerrarlo en una fe ‘sectaria' y que mira todo con sospecha, lo empujó a crear un puente para dialogar con esa cultura. No lo hizo con parábolas, es cierto, pero sí siguió la pedagogía de Jesús y buscó una manera para que ese mundo idólatra tuviera posibilidades de acoger su anuncio. Pablo, lejos de mirar a la ciudad de Atenas y al mundo pagano con hostilidad, lo hizo con los ojos de la fe y de la misericordia, y esto lo hace abrir un ‘puente' entre el Evangelio y el mundo pagano, para hablarles ‘en su idioma' y empezar a ‘sembrar'.
En este santo y en tantos otros vemos ejemplos extraordinarios del anuncio del Reino situados en la cultura que les tocó. Esto en ningún caso implicó en ellos ‘licuar' la fe, ni banalizarla ni convertirse en sincretistas o populistas. Su apuesta, más bien, conllevó el ejercicio, siempre complejo y no exento de errores, de buscar caminos amigables y asequibles para llegar a los interlocutores ‘reales' de su tiempo.
El Evangelio de hoy nos plantea un camino pedagógico no fácil, quizás más lento y riesgoso, pero del todo acertado para penetrar la cultura actual y que me atrevo a asociar, al menos, a tres verbos: conocer, distinguir y anunciar.
Jesús conoce la realidad de sus interlocutores porque ‘camina' con ellos. El Señor no les habla desde el ‘olimpo' sino que, desde la cercanía cotidiana, lo que hace que sus contemporáneos estén mejor dispuestos a escucharlo. Pareciera que el Señor, más que cátedras o juicios, elige el camino del diálogo, la fraternidad y la misericordia.
El Señor sabe distinguir los espacios. No les habla a todos de la misma manera. No podemos pretender que el lenguaje usado en un púlpito o el señalado en la catequesis ha de ser igual que el que usamos, por ejemplo, en el encuentro con el mundo político y social o en el trabajo con los jóvenes. Distinguir los espacios y los lenguajes —y hacer el ejercicio— hace posible que la propuesta evangelizadora sea mejor acogida.
Finalmente, nunca podemos perder de vista que el norte de la Iglesia es anunciar —sembrar— el reino y llamar a la conversión. El Señor no se deja seducir por los pensamientos dominantes ni se deja embaucar en el camino. Su inserción en la cultura no es para ser ‘moda' sino ‘fermento', para penetrar el corazón de la persona, hablándole con la verdad, pero en sus propias claves existenciales.
No puedo concluir sin hacer presente que en todo este proceso ‘late' una lógica del crecimiento y de la maduración —como la semilla—, porque el Reino de Dios no se impone mediante la fuerza o de repente: entra en la historia, se mezcla con la ‘aventura' del hombre y crece en medio de ella para llevarla a plenitud. Todo esto nos recuerda que, ante todo, el Reino es un don de Dios y obra suya.
En un tiempo marcado por el proceso político —hoy hay elecciones— no bastan nuestras certezas fundadas en la fe. Es urgente ‘conectarse' con el tiempo para evidenciar en formas y lenguajes comprensibles las buenas razones, no solo teóricas sino también existenciales, que justifican una vida social y cultural fecundada con el Evangelio.