La declaración de la Vocería de los Pueblos —los 34 convencionales que pretenden no estar sometidos a regla previa alguna— pone de manifiesto uno de los problemas de la política en el mundo moderno.
Un problema que también late en el subsuelo de la política chilena.
Ese problema consiste en la falta de un momento incondicional que sirva de fundamento a lo que se decide.
En la política concebida al modo clásico, la voluntad quiere algo; pero eso que ella quiere es producto de la reflexión, de una búsqueda de lo mejor y lo más bueno que, una vez que se dilucida, orienta a la voluntad y la limita. Es lo que dice Aristóteles cuando sugiere que la ética tiene como tarea fundamental discernir lo que es bueno. Nos conviene averiguarlo, dice, no para saber más, sino para ser mejores. Una vez que se sabe lo que es bueno, enseña Aristóteles, es posible ordenar los esfuerzos de la propia vida como “el arquero que apunta a un blanco”. Y lo que se dice de la vida individual también valdría para la vida colectiva: la política poseería una dimensión reflexiva para orientar a la voluntad y fundar su decisión.
Pero una de las concepciones de la política en la modernidad renuncia a la búsqueda de ese fundamento o, mejor aún, se erige como fundamento de sí misma. Esa es la fuente de la virtud y el origen de los defectos de una concepción puramente mayoritaria de la democracia que parece ser predominante en la esfera pública del Chile de hoy. Es lo que muestra el concepto de soberano que está implícito en la declaración de la Vocería de los Pueblos. Soberano —dijo Austin, un autor del siglo XIX— es aquel a quien todos obedecen sin que él, por su parte, obedezca a nadie. Decir entonces que el pueblo, o los pueblos, son soberanos —como lo afirma la Vocería de los Pueblos— quiere decir que su voluntad es el criterio final sin que exista nada externo a ella misma que permita juzgarla. La voluntad, en otras palabras, erigida como fundamento de sí misma.
Así entonces, el problema que plantea esa declaración va mucho más allá del incumplimiento de las reglas.
Se trata de algo más radical.
Se trata de la falta de disposición a reflexionar o deliberar en conjunto con los restantes miembros de la Convención buscando saber lo que es mejor para todos. Deliberar o reflexionar supone la conciencia de que hay algo que puede orientar el propio quehacer, algo que puede ser averiguado mediante la conversación y la consideración de argumentos y no mediante la simple suma de voluntades. Este es el sentido de un proceso constitucional en el que hay mayorías y minorías, cada una portando argumentos y razones que se exponen a consideración del otro. Ese es el sentido del proceso que se convino a propósito de los acontecimientos de octubre.
Y eso es lo que resulta difícil conciliar con el punto de vista que ha expuesto la Vocería del Pueblo.
Si la voluntad es fundamento de sí misma —en otras palabras, si es soberana en el sentido que esos convencionales sugieren—, entonces de lo que se trata no es de reflexionar para averiguar lo que sea mejor, sino de juntar fuerzas simplemente para imponer el propio punto de vista. Este es el problema que subyace en una concepción puramente mayoritaria de la democracia: la creencia de que el mayor número de voluntades es el fundamento suficiente de cualquier decisión.
El problema entonces de esa declaración es que junto con desconocer las reglas —las mismas reglas que convirtieron a quienes la firman en convencionales— muestra una voluntad de imponer una cierta concepción, más que una voluntad de construirla mediante la deliberación conjunta.
Y ese es un problema de veras grave.
Porque lo que requiere la sociedad chilena es reconstruir, mediante la conversación ciudadana, los vínculos que constituyen a la comunidad política. Ese es el valor del proceso constitucional que la declaración de la Vocería de los Pueblos desconoce.