Uno de los problemas que se planteará a la Convención Constitucional —se expresó explícitamente ayer— es el del procedimiento al que habrá de someter sus deliberaciones.
¿La Convención debe ser libérrima, carente de toda regla, despojada de todo límite, o deberá estar sometida a reglas preexistentes a la hora de formar su voluntad?
Un conjunto de convencionales electos —un total de 34— acaba de sostener que su quehacer no está sometido a regla preexistente alguna:
“… el proceso abierto por los pueblos —sostienen— no puede ser limitado a la redacción de una nueva Constitución bajo reglas inamovibles, sino que debe ser expresivo de la voluntad popular, reafirmando su carácter constituyente sostenido en la amplia deliberación popular y la movilización social dentro y fuera de la Convención”.
Ese grupo de convencionales presume ser la personificación del pueblo soberano cuya voluntad no estaría sometida a regla alguna.
Esa declaración es errónea y no es posible conciliarla con los acuerdos que rigen el actual proceso político en Chile.
Desde luego, esas 34 personas habrán de explicar en razón de qué —si no es gracias a las mismas reglas que ahora llaman a desconocer— tienen el carácter de convencionales. No tiene sentido llamarse convencional y al mismo tiempo negar las reglas que les permitieron convertirse en tales. La declaración, como es obvio, equivale a socavar el suelo bajo sus propios pies.
Se agrega a ello que la única diferencia entre un mero acto de voluntad de un convencional recién electo (cualquiera de los 34 que firman esa declaración) y una decisión jurídicamente vinculante es la sujeción a las reglas que lo constituyen como tal. Así como patear una esfera no es un gol, salvo que se efectúe dentro de las reglas del fútbol, así también la voluntad individual de 34 convencionales no es constitucionalmente relevante, salvo que se forme en base a las reglas previamente convenidas. Sin esas reglas la voluntad de los convencionales es una mera suma al margen del derecho. La Convención, en suma, es un órgano cuya competencia está legalmente regulada, es decir, sometida a límites contenidos en la actual Constitución.
Esos límites no son obstáculos a su quehacer, sino el requisito cuyo cumplimiento permite transformar la voluntad en derecho (del mismo modo que son las reglas del fútbol las que permiten que patear una esfera pueda ser llamada gol).
Pero eso es justo lo que ahora se pretende desconocer.
Lo que ocurre entonces con esa lista de constituyentes es que están socavando las bases de su propia legitimidad formal. Ellos presumen que su poder de facto (que tampoco es tanto) puede prescindir del poder de iure (que el hecho puede sustituir al derecho) con lo que, cabe insistir, prescinden del acuerdo que los instituye como órganos.
A ellos hay que recordarles que es el respeto a las reglas lo que —si se las sigue fielmente— permite formar la voluntad del pueblo. Esta voluntad no coincide con la mayoría de la Convención, sino con los resultados del diálogo entre mayorías y minorías. Esos 34 convencionales incurren en una falacia de composición: toman la parte, la Lista del Pueblo, por el todo, el pueblo. Y al hacerlo desconocen el sentido del actual proceso político, el mismo que les permite llamarse convencionales.
Desconocen así el misterio de una Constitución democrática: nadie sabe con anticipación qué reglas constitucionales serán las correctas; pero existe un procedimiento que si se lo sigue fielmente permitirá sostener que lo que resulte será lo correcto.
Pero todo ello exige aceptar que hay reglas que fijan la competencia de la Convención, reglas que si son respetadas transformarán la voluntad de quienes la integran —esta vez sí— en la voluntad del pueblo. La voluntad del pueblo —al revés de lo que presume esa declaración— no coincide con la voluntad de la Lista del Pueblo.
La única voluntad del pueblo será la voluntad de la Convención formada en base a las reglas.
Carlos Peña