El gobierno argentino, tras la constatación de una realidad pandémica francamente escabrosa, decidió por fin renunciar a ser el organizador de la Copa América. Lo hizo semanas después de que Colombia, no solo por el covid-19, sino que también por la crisis social que aún está en curso, también se automarginara como coanfitrión.
Es cierto. No fue una determinación fácil ni para uno ni para otro país, porque dar ese paso al costado significa reconocer una incapacidad —en este caso, garantizar la seguridad sanitaria y policial—, lo que por cierto los condiciona y estigmatiza de cara a futuras designaciones.
Sin embargo, Colombia y Argentina tomaron la decisión adecuada, la lógica, la virtuosa, porque de verdad hoy esos países ni ninguno en esta parte del mundo está en condiciones de albergar una competición de estas características. El riesgo es demasiado grande, los costos son, a la larga, mayores que los eventuales beneficios. Eso lo saben casi todos. Excepto, claro, esos pocos que han hecho de la organización de esta Copa América una obsesión.
Los primeros, quienes llevan el pandero, son, sin duda, los miembros de la Conmebol encabezados por Alejandro Domínguez. Obligados por los contratos ya firmados (y con gran parte de los recursos generados por ellos ya gastados), los dirigentes y funcionarios sudamericanos han mantenido en alto la tesis de la competividad permanente sin hacer mayor análisis. Se sostienen ellos en que, a pesar de la crisis sanitaria, han logrado “sacar adelante” la realización de los torneos continentales de clubes y que eso avala la realización de la Copa América. Mal argumento, porque aunque la Copa Libertadores y la Copa Sudamericana se han realizado, se ha atentado una y otra vez a la igualdad de condiciones para la efectiva competencia. La U este año tuvo que jugar con lo que pudo su frustrado paso a la fase de grupos de la Libertadores ante San Lorenzo, y River Plate jugó sin arquero formal ante Santa Fe arriesgando su prestigio. ¿Más antecedentes? Coquimbo Unido accedió a las semifinales de la Copa Sudamericana 2020 superando a un diezmado Junior de Colombia que en el partido de vuelta apenas le alcanzó para completar una oncena producto de un contagio masivo.
Otra de las tesis para realizar la Copa América por parte de los que están forzando su realización es que se trata de un torneo tradicional que pierde valor si es que no se realiza. Pero eso es falso. Si bien es cierto que la Copa América es la competición continental más antigua y tradicional del mundo (a la que se le denominó durante años Sudamericano), muchas veces se realizó sin respetar calendarios establecidos. Y no por razones sanitarias como las actuales, sino que por incapacidad organizativa, por aspectos económicos, por calendarios internacionales o por falta de motivación, sin que, por ello, decayera el prestigio del torneo.
Claro, la Conmebol tiene algunos “aliados” que avalan su obsesiva pretensión de realizar la Copa América. Por eso de la “sensación de normalidad” y de los posibles réditos políticos que podría significar (Chile, entre los más entusiastas, pero Brasil el más poderoso), se agregaron al grupo de los obsesivos por organizar la Copa América, porque, ¿qué tanto? El show debe continuar, como dice seguramente ahora el Presidente Jair Bolsonaro.
No pues. No es así. El show a veces debe parar. Aunque duelan los bolsillos y se pierdan puntitos de apoyo.