Cuando pasen los años y llegue la hora de encontrar un calificativo sintético para describir al segundo gobierno de Sebastián Piñera, me temo que él no estará asociado al estallido de 2019, como imaginan unos, ni a la pandemia, como esperan otros: él será reseñado, más bien, como el último gobierno del régimen presidencialista iniciado en 1925. La actual administración ha demostrado, más allá de cualquier duda, que la situación actual ya no da más; que no es posible la gobernanza de la sociedad actual con un Presidente que acumula potentes atribuciones, pero que se trastocan en gesticulaciones vacías cuando tiene un Congreso y una opinión pública resueltamente en contra.
Desde 1990 en adelante, sea por el peso de la oposición o por disensos en sus propias filas, todos los gobiernos fueron forzados a negociar para aprobar leyes que estimaban fundamentales. Pero nada se compara con lo que pasa hoy, cuando una buena parte de los parlamentarios oficialistas se unen desaprensivamente a la oposición para someter al Presidente a derrotas atronadoras. Si se suma un primer mandatario con bajísima adhesión ciudadana y un Ejecutivo con evidentes trizaduras internas, no es raro que se produzcan episodios tan bochornosos como lo del Tribunal Constitucional. Lo que hay, para ponerlo en simple, es una crisis de autoridad presidencial que ha devenido en un grave desajuste institucional.
Esto no partió ahora, lo sabemos, sino en 2019, cuando la revuelta social solo pudo ser detenida con la intervención del Congreso. Desde entonces la suerte del Presidente Piñera quedó vinculada al Poder Legislativo. Pero, en lugar de asumirlo, él siguió actuando como si contara con la misma ascendencia previa al estallido. Es más: creyó que la pandemia le daría la oportunidad de recuperar su poder apelando a su mentado talento como gestor, y que podría contrarrestar su debilidad exacerbando el personalismo.
Así, el país ha sido testigo de una figura que lucha sola y en todos los frentes: contra la pandemia, donde los avances se presentan como los logros de su visión y astucia antes que de un trabajo en equipo; contra la crisis económica y social, ante la cual se yergue como quien tiene el monopolio del conocimiento técnico y de la responsabilidad; contra la crisis institucional, donde se levanta como el guardián de la Constitución frente a una jauría de políticos de todos los colores volcados a sobornar a sus electores avalados por jueces pusilánimes. Todo esto acompañado por una lógica de negociación que tiene mucho de proyectiva: nunca confiar en los interlocutores; nunca entregar algo sino cuando se está en las cuerdas; nunca ofrecer lo necesario sino apenas lo mínimo y siempre a cambio de algo.
La lógica del trapicheo hizo que el Presidente no se abriera antes a mecanismos de ayuda más universales. El deseo de retomar el protagonismo lo condujo a descartar fórmulas de gobernanza de la pandemia, de las ayudas y de los planes de estímulo que incorporaran al Parlamento, igual que en noviembre de 2019. El resultado está a la vista: un Presidente solitario, rodeado por una viscosa desconfianza de la ciudadanía y de los actores de todo el arco político.
La aprobación del tercer retiro ha sacudido al Presidente de la negación, allanándose a explorar “mínimos comunes” con el Senado y la Cámara. Para que esto funcione no basta con definir objetivos: es preciso convenir también dispositivos de implementación transparentes y fiscalizables. Como bien decía Carolina Tohá hace unos días, más vale un co-gobierno que el des-gobierno.
Pero no hay mal que por bien no venga. Con esta experiencia sobre la mesa, la Convención Constitucional podría superar viejas divisiones y concordar el fin de un presidencialismo ya dramáticamente obsoleto. Sería un gran punto de partida.