El fútbol chileno tiene garantizado lo básico: la subsistencia. Gracias a su contrato de transmisiones televisivas cubre con creces sus gastos operacionales, puede permitirse prescindir de las recaudaciones y darse lujos increíbles: suspender el campeonato por el estallido o despreciar las competencias internacionales, donde, a diferencia de Chile, se premia por rendimiento.
Para que esa condición no se merme ni se pierda, tiene que luchar por mantener solo 32 clubes profesionales. Cuando sus propios errores lo llevaron a romper esa norma, estuvo dispuesto a todo con tal de no disminuir las tajadas. Es esa torta la que ha impedido que se busquen otros caminos, ya sea por no cambiar las reglas del juego o, simplemente, por dejar de invertir en nada que no sea la sobrevivencia.
La sanción a Lautaro de Buin no se aparta de la legalidad autoimpuesta en el fútbol chileno. Un club permanentemente rodeado de conflictos y acusaciones (desde irregularidades financieras hasta amaño de partidos) ha puesto en jaque la curiosa institucionalidad en que se mueven las sociedades anónimas, al punto de comprometer todo el sistema, donde los contratos no registrados son apenas el eslabón más evidente de las elusiones impositivas y del fair play financiero.
Desde su creación —desnaturalizada del proyecto original—, las sociedades anónimas supieron que la fiscalización sería casi imposible. Así se lo dijeron tempranamente desde las Superintendencias, entendiendo que la gran falla del sistema económico nacional es, precisamente, la falta de controles y sanciones. Eso ha permitido colusiones, cohechos, desfalcos institucionales y, por supuesto, una discusión impositiva vana y tramposa. En el ámbito meramente futbolístico, sería imposible que se aplicaran en Chile las sanciones que han recaído sobre los principales futbolistas en España, por ejemplo.
Si fiscalizáramos, sabríamos quiénes son los dueños de los clubes, cuánto han recibido por su gestión, cómo han utilizado su poder y de qué manera se han elegido sus directorios. Entenderíamos cuáles son sus propósitos y por qué se aferran tanto a sus posesiones, por más ingratitudes que les generen. Un mapa del quién es quién del fútbol chileno —que el periodismo ha tratado vanamente de dibujar— nos daría claridades y, quizás, certezas. Pero, como también suele suceder en la política y las finanzas, solo podremos llegar a destapar medias verdades a partir de la denuncia y la delación, que es lo que aconteció en el caso Lautaro de Buin.
¿Habrá más interesados en denunciar responsablemente, sabiendo que cada trapo que se levante pone en riesgo la estabilidad del sistema entero? ¿O preferiremos mantener el statu quo que supone “el pago al día de todos los sueldos”, que es el elogio constante que se le hace al sistema? ¿Hay alguien interesado en develar los secretos de la industria, aunque eso signifique sacrificar el interés propio, que es la paradoja que hoy debate el Sindicato de Futbolistas?
Lo único concreto es que esas respuestas no saldrán ni del directorio de Pablo Milad, ni del Consejo, ni del Sifup. Tendrán que venir desde afuera, y sin necesidad de intervención gubernamental, como se ha sugerido (capaz que salga peor el remedio). Basta, como se dice en el corrillo político, que las “instituciones funcionen”. Alguien tendrá que ponerlas en marcha.