La salud institucional de un sistema no se produce porque exista una excelente arquitectura anclada en la Constitución, o porque el parlamentarismo sea intrínsecamente superior al presidencialismo, o viceversa. Chile, como los países latinoamericanos, ha tenido un sistema presidencial, con asomos de semiparlamentarismo, entre 1891 y 1924.
Sin embargo, con o sin presidencialismo, “híper” o no, en más de 200 años de historia los países latinoamericanos no han dado precisamente la mayor muestra de madurez institucional. Chile mostró en momentos de orden institucional, un modelo que llamó la atención de los observadores internacionales, ya sea en el XIX; en la República Democrática a partir de 1932, o desde 1990 hasta el 2019. En relación al continente latinoamericano, esa imagen no era falsa, sino que incompleta. Porque las crisis relativamente graves han advenido con una inquietante regularidad, aproximadamente, cada 40 años. Su expresión más visible ha sido por cuatro veces resumidas en los enfrentamientos entre mayorías parlamentarias y el Presidente. ¿Se trata entonces de un mal diseño institucional, quizás mejorable por la adopción del parlamentarismo?
No parece. Si se da una mirada a los grandes sistemas parlamentarios en nuestra época, se pueden constatar algunas similitudes con el caso chileno, en cuanto a la dificultad de formar gobierno con apoyo del Parlamento. La seguidilla de elecciones en España e Israel, o las dificultades de los dos últimos períodos de Angela Merkel y en Bélgica muestran este panorama. Lo que allí se ha dado en un tono algo menor, es la polarización que se vive en nuestro Chile. Esta sí que constituye una crisis que vuelve pausada pero seguramente al país en ingobernable. ¿Cómo ha sucedido antes en Chile?
En la Guerra Civil de 1891, la polarización sobre las atribuciones de cada poder no fue, me parece, en sí misma la causa del conflicto; lo fue la manera en que se expresó. Hubo un proceso de enrabiarse de los actores con su cuota de artificialidad y, por supuesto, ocuparon su papel debates económicos y sociales, aunque la movilización fue solo de la clase política y de los sectores que hoy llamaríamos de clase alta y medio-alta. Ambas partes apelaron a los uniformados en el año que precedió al estallido; de Presidente y Parlamento, Gobierno y oposición, se transformaron en partidos dispuestos a ir a la respectiva yugular del enemigo.
En 1924 hubo algo distinto. No fueron solo los oligarcas del Senado vs. el presidente Arturo Alessandri, que había emergido de esa instancia. Le precedía una extensa crítica al mundo parlamentario, un debate acerca del atraso social y económico que llegó a la o más profundo del país; y una movilización social que abarcaba a la amplitud de la pirámide social; y por el detonante, la participación de los uniformados que, siguiendo una tendencia global, pasaban a ser considerados como parte de la clase política provisto de un programa de modernización, todos los sectores políticos o los halagaban y aborrecían, sucesivamente. Salvo por La Coruña, no conectado con el proceso institucional, careció de derramamiento de sangre. El Presidente y el Congreso fueron subordinados a un César.
En 1973 culminó un período en que la democracia chilena llamó la atención en América y más allá de ella. En 1970 ascendió una administración que provenía de fórmulas política arraigadas desde fines del XIX, y que llegaron a representar en Chile uno de los actores de la crisis ideológica mundial. Como parte de su proyecto, desencadenó un proceso revolucionario que se encaminaba a reproducir con medios a grandes rasgos constitucionales, la construcción de un sistema modelado en las experiencias marxistas, en contra del espíritu constitucional de las democracias. Esto fue el factor central de la polarización. Se reflejó en 1973 en el enfrentamiento entre la mayoría parlamentaria —refrendada en las elecciones de marzo de ese año con mayoría no abrumadora— y la administración de Salvador Allende. La Declaración de la Cámara del 22 de agosto y las respuestas de Allende a la misma son decidoras de que había dos Chile que hablaban de dos constituciones distintas, sin comunicación posible. En ambos bandos se dio la consabida apelación a los uniformados.
En ninguno de los tres casos se podía decir que fue el mecanismo la raíz de la crisis. Esta afloró porque se había esfumado ese consenso básico que produce lealtad al espíritu de la Constitución y del sistema, idealmente en obediencia tácita, refleja, sencillamente porque hay límites que no se discuten, porque leen y comprenden el mismo texto, lo que obviamente no ha sucedido en estos cuatro casos. Cuando asoma la tentación por contemplar el abismo, también destella el vértigo.