En las toponimias del Chile central —en mapundungun, por cierto— se repiten a menudo nombres que refieren a un punto de encuentro entre gente de la montaña, de un valle o de la costa, lugar de intercambios, de conversación, de vida y muerte, de ríos que confluyen, de historias que van y vienen. Andrés Montero ha instalado su narrativa en uno de esos lugares y, precisamente,
La muerte viene estilando, su último libro, encaja en ese proyecto literario. Los caminos que se cruzan por este “lugar” son en Montero, uno que viene de la ciudad, de la racionalidad urbana, moderna, escéptica y descreída, y otro que viene del campo, del mito campesino que para aquella racionalidad es pintoresca superstición, un camino que viene de la literatura y sus estrategias narrativas y otro que viene de la oralidad, del “cuenta cuentos”, con sus propias estrategias. Montero busca una integración de estas tradiciones que, en principio, parecen contrapuestas y rivales; quiere ponerlas a parlamentar, lograr un intercambio sin que se anulen sus diferencias. Esa dialéctica está en el corazón de su trabajo literario y en la medida que aparezca viva e irresuelta en su escritura, lejos de frustrarla, la enriquece. Quizás viene al caso aquí ese verso del poeta que señala “en una encrucijada de caminos no se levanta un templo a Apolo”.
En
La muerte viene estilando el autor envuelve al lector en esa mezcla de tradiciones cuyo centro es la presencia de la muerte en la vida, de la separación entre los de aquí y los del más allá, entre los vivos y los muertos, cada uno por su lado, o de la continuidad y simultaneidad, de la mutua presencia e interacción, de la muerte no al final, sino una visita permanente, de un tiempo circular trabado por historias, esperas y ritos.
Montero crea un protagonista de identidad escurridiza que se encuentra a caballo entre los dos mundos, que es la bisagra, el puente y la puerta que comunica hasta este lugar narrativo intermedio, oscilante, esta encrucijada oral-literaria, campesino-urbana, mítica-ilustrada, en que habitan sus historias, sus personajes y escenarios. Este protagonista, en el capítulo inicial, es un oficinista que, en un momento de máxima trivialidad, en un baño, es acometido “por un sentimiento de irrealidad” e impulsado a desviarse de su tarea, de su camino convencional, para conducir a tientas por otro camino, el cual lo saca parcialmente de sus coordenadas habituales, de sus coordenadas culturales, y lo pone en contacto con otras coordenadas, latentes en sí mismo, en su memoria individual. Podría conjeturarse que este protagonista y su peripecia es una figura de nuestra cultura y el viaje que se verifica en
La muerte viene estilando es un itinerario que Montero propone también para nuestra sociedad, en la que urge establecer lazos entre una superficie urbana e ilustrada y un pasado campesino y mítico. Así, la novela adquiere una dimensión política, si se hace, como es posible de hacer, una lectura alegórica de la misma.
La lectura de libro —que bajo una apariencia de una recopilación de cuentos urde una trama unitaria— logra remover las expectativas del lector, sumergiéndolo en un mundo mítico campesino en que la muerte, el diablo, las historias de aparecidos, de crímenes y pasiones, de señales y advertencias ominosas, van trabándose de un capítulo a otro en un carrusel en que los hilos parece que se unen y se aclaran pero, finalmente, dejan colgando el enigma, el misterio, los secretos viejos, para poder seguir hablando de ellos, especulando, dándole vueltas al asunto, que “deja metido” sin soltar. Es notorio cómo Montero en esta novela maneja muy bien la técnica que atrapa la atención del lector, técnica que, elaborada, provienen del oficio de contar cuentos ante una audiencia oral, cuyo oído es preciso mantener atado al relato. Pero, simultáneamente, introduce unas pausas, que solo en la escritura son posibles, de un ritmo moroso, un ritmo que también abunda en el cosmos rural, el ritmo de la espera y de la rutina en que el tiempo se alarga y los días se confunden. Ese tiempo moroso se logra a través de una prosa que adopta un cuidado tono elegiaco y melancólico, el tono de los días de lluvia, de los inviernos lluviosos, oscuros y neblinosos que ocupan mucho más espacio en las vidas y en las mentes de la gente aldeana que el invierno climático de los meteorólogos acotado a unos cuantos meses.
En el relato hay un padre moribundo, hay un hijo que se fue y no alcanza a llegar (o no quiere llegar) al velorio de su padre, hay un conflicto de filiación, que el protagonista, como el autor, enfrenta situándose en una posición intermedia, ni la ciudad ni la aldea costera, donde el “truco” puede continuar sin despedidas.