La situación a que se ha visto expuesta Javiera Parada luego de manifestar su adhesión a una candidatura presidencial de derecha es digna de análisis. ¿Qué puede ocurrir para que al minuto de dar a conocer su opción política se arrojaran sobre ella lodo e insultos?
La decisión de Javiera Parada es, por supuesto, sorprendente y no es raro que desate críticas encendidas; pero no es eso lo que ha ocurrido en este caso. Lo que aquí ha ocurrido es una seguidilla de insultos y desprecios motivada no por las razones de su cambio de preferencia, sino por el simple hecho de cambiar.
Y ese es el problema.
En una sociedad abierta es natural y, la mayor parte de las veces, encomiable que una persona ejerza su individualidad a la hora de la política. La democracia es, después de todo, una invitación a que cada uno tome conciencia de su condición de individuo, se rebele contra los prejuicios del grupo al que pertenece, delibere acerca de lo que juzgue mejor y decida. Si, en cambio, cada uno estuviera atado a una colectividad, si sus preferencias debieran ser las de la mayoría de quienes la integran, si las propias creencias o convicciones no fueran las propias sino las que dictara este o aquel grupo, la democracia no existiría y el individuo tampoco, porque ser individuo consiste, en el extremo, en repetir una y otra vez lo que a Bertrand Russell le dijo su abuela: nunca sigas a la mayoría para lo que juzgas un mal. Ser individuo es pasar por el tamiz de la propia reflexión lo que hay que hacer o dejar de hacer, lo que hay que pensar o en cambio rechazar, lo que hay que estimar o en cambio despreciar. El que antes de hacer o dejar de hacer esto o aquello, de pensar eso o esto, de alabar o despreciar, toma la temperatura del grupo, consulta las redes y hace cálculos, no es individuo sino un número.
Pero lo que está ocurriendo hoy, en la izquierda y la derecha, es la aparición de personas que consienten en comportarse y ser tratadas como números en un algoritmo. Se asiste hoy a la expansión de un espíritu tribal consistente en que el individuo debe dejar de ser tal para, en cambio, mimetizarse en un colectivo, sea este una asamblea, un grupo político, un club de fútbol, una lista de Twitter o de Facebook, un club ciclista, una declaración colectiva o lo que fuera, cuyos miembros se aleonan y azuzan unos a otros, confirman sus prejuicios y se disponen al insulto cuando alguien osa tomar una decisión que no esperaban o formula una opinión que les disgusta o, lo que es más frecuente, una opinión o punto de vista que no entienden.
Lo que ha ocurrido a Javiera Parada no es propio de la izquierda ni de la derecha, es síntoma de un fenómeno que está infectando a la esfera pública en su conjunto hasta casi hacerla desaparecer, arriesgando transformarla en una arena de simplezas y de tonterías, en una especie de circo virtual que amplificado por los matinales televisivos -que ven en ellas un sustituto de las viejas audiencias masivas- expanden el prejuicio y la opinión gruesa e irreflexiva.
Por supuesto, no hay nada de malo en criticar el punto de vista político de Javiera Parada o de cualquier otra persona -en eso consiste el debate democrático-, pero desaprobar moralmente el cambio de opinión política sin atender a las razones contraviene uno de los principios básicos de una sociedad plural que descansa precisamente en la posibilidad de la persuasión recíproca. A la hora que la gente no pueda cambiar de opinión -sin arriesgarse a ser considerado réprobo o traidor-, la cultura democrática estará en curso de desaparecer. A la hora que el creyente no pueda dejar de serlo, el derechista transitar a la izquierda o viceversa, o el mapuche abandonar sus costumbres, la sociedad habrá perdido el secreto de su dinamismo y comenzará a repetirse a sí misma y a ahogar a las personas quienes, sin saberlo, al adherir alguna vez a esto o aquello habrán incurrido en la pesadilla de firmar un compromiso de por vida. Y no deja de ser irónico que una sociedad que descree del compromiso vital con el otro en todas las esferas de la vida, sin embargo, alimente la beatería y la esclavitud frente a los propios prejuicios.
Javiera Parada ha pasado cosas peores y sabrá sobreponerse a los insultos y la tontería; pero ello no ocurrirá a la esfera pública que a este ritmo seguirá degradándose una y otra vez en una seguidilla de opiniones dichas al pasar donde la pausa reflexiva no existe, el anonimato campea, y donde lo que antes se decía en sordina o luego de la cuarta copa en el bar, entre amigos que entendían de qué se trataba la frase malsonante y sabían distinguir entre ella y la opinión de veras, de pronto es considerada una muestra del punto de vista de la ciudadanía.
La principal víctima de esta actitud cuyos efectos padeció Javiera Parada es la vida cívica que se encanalla cada vez más, se inunda de opiniones terminantes, y se despuebla de los deberes más básicos que los miembros de una sociedad democrática se adeudan recíprocamente.