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Editorial
Miércoles 21 de abril de 2021
Terminar con la deriva institucional
La decisión de recurrir al Tribunal Constitucional, con todo el costo político que pueda involucrar, es una señal de responsabilidad democrática.
El Gobierno ha dado un paso difícil pero necesario al haber concretado ayer la presentación del varias veces anunciado requerimiento ante el Tribunal Constitucional para objetar el proyecto que permitiría un tercer retiro de fondos desde las AFP. Ni las inaceptables amenazas de acusaciones constitucionales por parte de parlamentarios de oposición ni menos aún las de quienes han advertido sobre un supuesto segundo estallido de violencia pueden ser nunca razón para inhibir al Ejecutivo de ejercer su deber de defender el orden institucional; menos aún las advertencias formuladas por dirigentes de Chile Vamos en cuanto a los costos electorales que la presentación del requerimiento podría traer para el sector. Cabe, pues, reconocer el valor de la decisión adoptada, no solo porque disipa las dudas que la demora de la autoridad había generado, sino por las importantes materias de fondo aquí involucradas.
En efecto, más allá de las evidentes razones técnicas que hacen de este un proyecto profundamente negativo, que generaría un importante daño para las futuras pensiones de los chilenos, su gravedad excede lo económico o lo estrictamente previsional, y se vincula con las abiertas violaciones a la institucionalidad que han marcado su discusión. Varias de ellas, como la flagrante invasión de la iniciativa exclusiva presidencial en materias de seguridad social, han sido advertidas por constitucionalistas de todo el espectro y recogidas en el fallo que el propio Tribunal emitiera respecto del segundo retiro. Pero, además, el proyecto aprobado por los diputados y en trámite ante el Senado agrega nuevas y particulares vulneraciones. Esto al haber incluido ahora normas que también permitirían a los pensionados bajo la modalidad de rentas vitalicias efectuar un “retiro” —el texto habla de un “pago por adelantado”—, equivalente al 10% de lo traspasado al momento de haber contratado el sistema, dinero cuyo monto se descontaría luego a prorrata de las rentas que le queden por recibir al asegurado.
Desde luego, estas disposiciones desmienten el declarado objetivo del proyecto de entregar una ayuda a quienes han visto mermados sus ingresos durante la pandemia: no ha sido ese el caso de los beneficiarios de rentas vitalicias, quienes han seguido recibiendo sin alteraciones su pensión. Pero, aun al margen de este punto, lo más complejo de la fórmula es que impone una modificación a contratos suscritos entre privados con alcances que con razón han sido señalados como expropiatorios, al imponer a las compañías de seguros realizar una suerte de “préstamo” a los pensionados, bajo condiciones definidas arbitrariamente por el legislador y sin recibir compensación por ello.
Podrán darse muchas explicaciones para el hecho de que una abrumadora mayoría de diputados haya aprobado normas tan claramente lesivas de principios consagrados en la institucionalidad, desde la gravedad de la crisis económica hasta la proximidad de las elecciones y el deseo de los congresistas por recuperar el favor de votantes desencantados con la política. Cualquiera sea la motivación, sin embargo, parece subyacer a esta un supuesto particularmente preocupante, cual es el de que los resultados del plebiscito de octubre habrían de alguna forma relativizado el valor y la vigencia de la Constitución actual, la cual —como ha dicho algún académico de oposición— estaría de facto “muerta” o, al menos, sus disposiciones no obligarían ya de la misma manera. En efecto, aunque no haya sido así explicitado, algunas de las conductas mostradas en el último tiempo por dirigencias políticas y parlamentarios parecen estar en los hechos asumiendo este cuestionable presupuesto. Los alcances de ello son evidentemente nefastos: una lógica así supone dejar a la deriva el aparataje institucional, a la espera de que el nuevo texto constitucional se encuentre aprobado, sumiendo en el intertanto al país en una situación de inestabilidad que, junto con afectar las posibilidades de recuperación económica, se proyectaría más allá de la actual administración.
Con excepción de aquellas con vocación rupturista, todas las fuerzas políticas debieran advertir los peligros de una deriva así, que erosiona las posibilidades de conducción de cualquier sector que llegue al Gobierno y debilita la democracia. Desde esa perspectiva, la decisión de recurrir al Tribunal Constitucional, con todo el costo político que puede involucrar, es una señal de responsabilidad democrática y aun los sectores que no la compartan, debieran reconocer su legitimidad.