Como les sucedió a los peregrinos de Emaús, Cristo resucitado se manifiesta a los discípulos en la mesa, mientras come con los suyos, ayudándoles a comprender las Escrituras y provocándoles a releer su vida discipular a la luz de la Pascua. Les dice: “Es necesario que se cumpla todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí” (Lc. 24, 44). Gracias a estos signos, los discípulos superan la duda inicial y se abren al don de la fe. Como refiere el texto: “Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras” (Lc. 24, 45).
Resulta evidente que la fe en Cristo resucitado no nace de manera automática y segura, sino que obedece a un camino de maduración progresiva y no sin obstáculos. La presencia de Jesús no transforma de manera mágica a los discípulos, porque el anuncio debe hacerse vida y ha de comprenderse en ella. Por ello, con un realismo inaudito, el Evangelio nos narra distintas reacciones: unos se asustan y “creen que están viendo un fantasma”; otros viven dudas de todo tipo; también hay otros que “no lo acaban de creer por la alegría”, o siguen “atónitos”. Pero, poco a poco, la presencia de Cristo posibilita una experiencia de fe que se decanta, dándole un nuevo norte a la vida del discípulo y permitiéndole releer su propia historia con “ojos” nuevos.
Igual que para los seguidores de Cristo en la primera hora, para nosotros creer en el Resucitado no es cuestión de un día ni de un evento puntual. Es un proceso que, a veces, puede durar años. Se va despertando en nuestro corazón de forma frágil y humilde. Al comienzo, es casi solo un deseo. De ordinario, la fe crece rodeada de dudas e interrogantes: ¿será posible que sea verdad algo tan grande? Y en ese dinamismo de la fe, cuando esta logra madurar en el corazón, tiene consecuencias existenciales relevantes que se traducen en una nueva aproximación a la propia historia, auscultando el paso de Dios.
Por ello, el encuentro con el Señor y la experiencia cristiana van unidos a otro paso fundamental: la relectura de la vida diaria a la luz de la fe. La experiencia de Dios se vuelve “lámpara para nuestros pasos y luz en el sendero”, pero también una clave de comprensión del itinerario de la propia vida, con sus alegrías y con sus dolores. Este camino permite encontrar sentido a todo lo vivido. Así, la vida se vuelve un libro sugerente para ser leído a la luz de la fe, donde ha de desentrañarse la presencia del Señor y sus provocaciones. En ese proceso vital está el inicio de una vida auténticamente cristiana.
Cuando se logra dar esta relectura de la existencia con los ojos de la fe, puede darse un paso decisivo, porque el discípulo transita de una teoría, o de una ideología o de un complejo sistema de preceptos y prohibiciones o de un moralismo, hacia un mensaje de salvación que toca su existencia y se vuelve la propia historia. Esto es lo que señala el mismo San Pablo cuando afirma a los Gálatas que “no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20). Así, Cristo resucitado se ha transformado en una experiencia viva que toca toda su existencia y que se manifiesta en ella; es la vida misma.
En cambio, si el cristiano se deja capturar por una teorización de la fe, llenándose de conceptos, normas o de cosas por hacer y olvidándose que la fe cristiana es para ser vivida, se termina convirtiendo en “sordo” y “ciego” ante la petición de “resurrección” de tantos hermanos e incapaz de ser auténtico testigo. Todo lo anterior “pasa la cuenta”, porque transmitimos una fe vaciada de la vitalidad y reducida a una materia teorizada y aprendida, pero no interpelante para existencia propia ni de los demás.
Por ello, releer la vida a la luz de la fe —las alegrías, los dolores, los problemas familiares, el trabajo, la pandemia, etc.— hace posible desentrañar la presencia y la voz de Dios que nos habla en la propia vida. Gracias a este camino, siempre guiado por la Palabra de Dios y en la Iglesia, cada cristiano puede transformarse en un auténtico testigo capaz de dar razón de su esperanza, porque su anuncio tiene su fundamento no en una fe solo aprendida, sino en una vida “tocada” por el Señor y transformada por su misericordia.
Feliz domingo.
“Él se presentó en medio de ellos y les dice: ‘Paz a vosotros'. Pero ellos, aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Y él les dijo: ‘¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona'.”(Lc. 24, 36-39)