El próximo martes, la Cámara de Diputados abandonará, por un momento, el debate sobre el diez por ciento o algo semejante, y deberá ocuparse de si acaso, en situaciones límite, existe un derecho a morir al compás de la propia voluntad.
¿Existe ese derecho? ¿Será verdad que lo razonable es que usted tenga el derecho de decidir el punto final para el caso de que llegue el dolor inenarrable o usted quede convertido en un mero cuerpo? ¿Será, en cambio, que el Estado tiene el deber de mantenerlo con vida en cualquier circunstancia y fuere cual fuere el dolor que padezca o la inanidad en que se convierta?
La respuesta a esas preguntas no deriva del valor que se concede a la vida, sino del ámbito de acción que se reconoce al Estado. Porque después de todo, si existe un derecho a morir, ello quiere decir que el Estado tiene el deber de aceptar su voluntad de que su vida concluya, y si en cambio, ese derecho no existe, eso quiere decir que el Estado tiene el deber de mantenerlo a usted con vida, incluso si el dolor lo invade o su cuerpo se convierte en vegetal. El problema es, pues, uno relativo a los límites del poder del Estado. Si acaso el Estado puede, en esos casos, sustituir su voluntad.
Se dirá, sin embargo, que el anterior argumento es falaz, porque la actitud que el Estado ha de poseer frente a la vida depende del valor que se asigne a esta última. Si se concibe a la vida como un valor final, un don que nadie puede rehusar incluso si va acompañado del dolor inenarrable, entonces parece obvio que el Estado, incluso en ese caso, debe obligarlo a vivir. Así entonces, podría concluir el argumento, quienes defienden el derecho a morir están en verdad despreciando el valor de la vida.
Aceptemos ese argumento, supongamos que, en efecto, el tema de la eutanasia es solo secundariamente un problema de los límites del Estado, puesto que cuáles sean estos últimos provendría del valor que asignemos a la vida.
Pues bien, ¿en qué consiste el valor de la vida?
Hay dos maneras de responder esa pregunta. Usted puede sostener que la vida tiene un valor objetivo, al margen de la conciencia de quien la viva. Desde este punto de vista, la vida sería valiosa en el mismo sentido que una pintura es valiosa: una cosa cuyo valor depende de los materiales y del trazo del pincel. Pero usted también puede sostener que el valor de la vida deriva ante todo de que en ella se realiza un plan de vida sostenido por la imaginación y por la voluntad del sujeto que la vive y que, por lo mismo, el valor de la vida no es análogo al valor de un objeto, sino que está ligado indisolublemente al sentido que le insufla quien la vive.
En el primer caso —si la vida tiene un valor objetivo—, entonces, el Estado tendría el deber de imponerla incluso si con ello incrementa el dolor. La voluntad del moribundo ni agregaría ni quitaría valor a la vida.
En el segundo caso —si el valor de la vida está atado a la vivencia subjetiva—, entonces, ya no es cierto que un cuerpo doliente o vegetal deba ser mantenido contra la voluntad previa del sujeto. En este caso, es el mismo valor de la vida lo que impide que el Estado se entrometa: imponerle un significado a la vida significaría desconocer la razón por la cual la consideramos valiosa, que es la capacidad del sujeto de decidir acerca de sí mismo.
No es cierto, entonces, que quienes abogan por el derecho a morir —la eutanasia— desprecien el valor de la vida, y que quienes están en contra sean, en cambio, sus defensores.
La verdad es que cada uno sostiene una distinta concepción acerca del valor de la vida. Unos creen que la vida vale con prescindencia del sujeto que la vive; otros piensan que el valor de la vida deriva de su capacidad de configurarse a sí misma. ¿Cuál concepción del valor de la vida es la correcta?
Si se piensa bien, la segunda concepción es superior a la primera, porque si el valor de la vida radica en la capacidad que tiene de decidir acerca de sí misma, entonces quienes defienden esa concepción deben reconocer como valiosa tanto la decisión de quien acepta el dolor y, aferrándose a su fe, es capaz de ver en él una fuente de sentido, como la de quien prefiere dirigirse hacia la puerta de escape.
Lo que desprecia el valor de la vida no es lo que el individuo decide, sino la pretensión de que sea el Estado el que decida por él.