Las predicciones de la ilustración y de una parte de la sociología, según las cuales la técnica y el conocimiento modernos disiparían, como lo haría un haz de luz en la noche, los miedos y los temores de los que se alimentaría la religión, han resultado fallidas. A pesar de todas las predicciones de que la religión se hundiría en proporción inversa al avance de la razón y de la técnica, ella sigue siendo una fuerza orientadora que ha resistido desde los embates utópicos (piénsese por un momento en la Europa del Este) a las distracciones del consumo (como ocurre en los Estados Unidos de América). Durante mucho tiempo se pensó que las fuerzas del mundo moderno eran hostiles a la religión. Lo mostraba, se dijo, el decaimiento de sus prácticas, el vacío de las iglesias, la poca autoridad de sus sacerdotes. El abandono de las prácticas institucionales se presentó como una evidencia en favor de una secularización general de la sociedad. Esa hipótesis está hoy abandonada. El sentimiento religioso persiste con porfía y son solo algunas de las formas en que se expresa las que parecen haber caído en desuso.
Las sociedades modernas, se sabe hoy, se secularizan; pero la secularización no consiste en una retirada del sentimiento religioso. Consiste solo en un decaimiento de las formas institucionales a través de las cuales se lo vive o se lo practica. Así, la modernidad prueba la pervivencia de lo religioso; pero también lo desafía.
Uno de los teólogos más conscientes de esa condición de lo religioso en el mundo contemporáneo —el otro ha sido Joseph Ratzinger— fue Hans Küng.
Su pregunta fundamental fue, ¿por qué hay que ser cristiano en un mundo donde los no cristianos parecen compartir los mismos ideales de justicia y de solidaridad?
Cuando se lee a Küng se asiste a una reflexión abierta al mundo, consciente de los dilemas que ha de enfrentar el hombre o la mujer contemporáneo; se asiste, en suma, a un teólogo interesado en comprender al cristianismo en situación, un teólogo que, como pocos, invitaba al diálogo a los no creyentes. Siempre argumentó que el cristianismo no cuenta con soluciones abstractas para las disyuntivas de la vida y estuvo abierto entonces a discernir caminos que parecen heterodoxos y que le merecieron más de un reproche (entre otros de Ratzinger); pero siempre subrayó que la existencia humana demandaba un momento de incondicionalidad, un ámbito que no dependiera de este o aquel propósito, de esta o aquella circunstancia, y ese ámbito incondicional no era otro que la dimensión divina de Cristo.
Y esa era la diferencia fundamental entre un cristiano y alguien que no lo es. No la sensibilidad social, no el sentido de la justicia, no una determinada comprensión de la vida sexual (como creen muchos de quienes lo citan, sea para adherir a él o para criticarlo), sino un sentido de incondicionalidad, una forma de asomarse a la “problematicidad de la propia existencia”. Un cristiano, enseñó, nunca caerá en la ilusión de pensar que el desarrollo tecnológico o la manipulación genética suprimirán esa dimensión problemática del existir y nunca llegará a pensar que sería posible un mundo sin dolor. Por el contrario —dijo—, lo que prueba la sociedad moderna es que el incomparable progreso y bienestar, en vez de apagar la pregunta por lo incondicional —la pregunta que la modernidad creía haber cancelado— la ha hecho más acuciante que nunca. La existencia humana, observó, en cualquier contexto es un acontecimiento marcado por la cruz. Y solo la cruz de Cristo sería capaz de conferirle un sentido.
Carlos Peña