El sistema binominal debe terminar, porque es hoy un obstáculo para la integración, el pluralismo y la representatividad plena de nuestra Patria”. Así lo sostuvo la Presidenta Bachelet en abril de 2014, cuando presentó al Congreso el proyecto que sería aprobado al año siguiente, lo que fue celebrado con algarabía por las fuerzas progresistas. Esto, se dijo, pone fin a una de las últimas herencias de la dictadura, acaba con la camisa de fuerza que reproducía inercialmente las dos coaliciones generadas en el plebiscito de 1988, reconoce la tradicional heterogeneidad de culturas y fuerzas políticas en Chile, y permite tener un Congreso más diverso y cercano a la sociedad. “Chile tendrá unas elecciones más trasparentes y justas, que respetarán el poder del voto, que no impondrán un empate forzoso y que permitirán la entrada de nuevos actores al Congreso”, anunció la mandataria en su última cuenta pública.
Hemos tenido apenas un solo proceso de comicios bajo el sistema proporcional, pero ya “ha ganado mala fama”, como sentenciara Loreto Cox hace unos días en estas mismas páginas. Suena lógico de parte de quienes, desde la derecha, nunca ocultaron sus aprensiones, las cuales ven confirmadas por la actual crisis política. Los beneficios del binominalismo en materia de gobernabilidad, a sus ojos, eran superiores a sus costos en materia de representatividad. Lo que suena extraño es que desde el centro y la izquierda hoy se levanten voces que llaman de facto a reponerlo. Tal es el sentido de las declaraciones llamando a buscar un mecanismo —en principio una primaria— que conduzca a definir una candidata o candidato común “para enfrentar a la derecha”. ¿Qué es esto sino forzar la dinámica política para retornar al binominal?
La aspiración en cuestión me temo choca con realidades ineludibles. La primera es el apremio. Aunque moleste a algunos, la derecha actual no es Pinochet, y por lo mismo, los estímulos para unirse dejando de lado identidades y proyectos propios son menos imperiosos. La segunda son los incentivos. El Congreso se elige bajo el sistema proporcional, lo que estimula una dinámica de diferenciación y competencia incompatible con una candidatura presidencial única. La tercera es la experiencia. Si las desavenencias internas condujeron a la Nueva Mayoría al fracaso, ¿por qué no habría de sucumbir una coalición gubernamental aún más amplia y heterogénea? Y si no se logró una lista única para la “madre de todas las batallas”, la Constituyente —y de paso, tampoco para gobernadores y alcaldes—, ¿por qué se habría de conseguir para la presidencial? Y la cuarta razón es programática e ideológica. Las diferencias en este plano son enormes. No se trata solo de un fenómeno local: la centroizquierda está fragmentada en todo el mundo, y ni el más temido adversario la consigue unificar.
Los llamados a una candidatura presidencial única “de la oposición” para “derrotar a la derecha”, si acaso son algo más que voladores de luces, están condenados al fracaso. Responden a una realidad que ya no existe. No tienen soporte en el sistema electoral vigente, ni en la experiencia reciente de sus propios electores, ni en el tejido de la sociedad y la cultura.
Chile cambió y el mundo es otro. El binarismo está obsoleto. Se acabó la separación tajante y excluyente de géneros, roles e identidades, sin lugar para matices ni elecciones individuales. Todo es híbrido, todo es “queer”. La eliminación del binominal va en línea con la cultura de estos tiempos, tan ensalzada desde el campo progresista, pues permite una mejor expresión de la diversidad y los particularismos. No es comprensible, entonces, que aquel lo busque revivir forzando a sus electores a una candidatura única. ¿Por qué mejor no tomar su propia medicina y aceptar que florezcan mil flores?