El título de este libro, Eslabones (2020), incluye un año, una cifra ominosa, que en su temporalidad interna es el annus horribilis, el punto de quiebre en que se sitúa la mirada del poeta, una mirada periscópica, que se alza para enhebrar un discurso circular en que pasado, presente y futuro se funden —al modo prefigurado por Eliot en los Cuartetos— en una danza en la que la vida y la muerte se enfrentan cara a cara. Desde este observatorio —el 2020— para la poeta la muerte no solo es eso que acaece y clausura el itinerario de la vida de cada cual, sino una suerte de “coautora” de esa vida que en el nacimiento y desde el nacimiento “ronda” y se hace presente en ciclos una y otra vez, se aleja un poco y regresa, se retira y reaparece, se deja ver y se oculta en el plano individual, familiar y de la ciudad que se habita con otros.
El año de la peste, los días de la tumba ofrecen a la poeta un reverso paradójico de la aniquilación: un punto de vista, una perspectiva, una apertura horrorosa e inusitada del horizonte en que la muerte es visualizada y medida “en su victoria”, mostrando y contando los muertos “como cuentas de un collar de perlas” y “vuelvo a gritar de tanto miedo”. Miedo, dolor, sentimiento de aniquilación y, a la vez, iluminación, conocimiento y deseo conforman el complejo de emociones que se traban en este libro, que se desgranan según una cierta cadencia y regla.
Ese vaivén es un componente relevante que emerge de la lectura de este libro: subida sobre la negra torre del año 2020 en la urdimbre de los sentidos, en la estructura y en el ritmo, vemos a la poeta encadenada a este ciclo perenne, mentándolo con sus versos, recorriendo sus momentos, siguiendo o persiguiendo sus pasos, sus movimientos, sus distintos gestos y procedimientos de arribo y partida, de aproximación y despedida. Para la intuición poética de Calderón en este ir y venir en que se enlazan pulsiones vitales y caídas en el abismo, la figura de la danza macabra juega un papel central y resulta un logro sobresaliente de este poemario la manera como la autora se va apropiando de este motivo y, de modo progresivo, lo despliega y pinta con su propia tonalidad y temblor.
Los “eslabones” a que se alude en este libro están dotados de esa pluralidad de sentidos no abandonados al equívoco, sino anudados por una firme y sutil filigrana que a veces aflora y otras corre bajo la superficie de los versos de un punto a otro lejano del poemario. Allá, son los ritos que vinculan el mundo de los aparentemente vivos con el mundo de los aparentemente muertos, las figuras del pasaje y de la permanencia; aquí, son las continuidades y sincronías entre el eros y el tánatos, entre el fulgor del deseo y la aniquilación, juntos, como en el despojamiento de los velos del cuerpo danzante, imágenes poderosas en las cuales converge una carnalidad, que se destaca y acrecienta, con la proximidad del roce del gusano sobre esa carne. Los eslabones son también las palabras de la poesía que ata y desata, que es tejido, textil, que reúne en una suerte de cuadro elementos desaparecidos, distantes, antiguos con aquellos presentes, próximos y operantes. El libro de Teresa Calderón proyecta de este modo una importante faceta pictórica —una construcción de poderosas imágenes visuales que desfilan por sus versos— y, a la vez, está regido por un componente musical, no solo por la figura de la danza, sino por la armonía de la combinación de sus tres partes —Vía Crucis, Epitafios y Ritos— que, en un crescendo de sentidos, sonidos e imágenes, va recogiendo, por medio de una pluralidad de ritmos y registros, el libro entero hacia el restallar de sus poemas finales.
La circularidad de la vida y la muerte, entre las muertes (cuentas del collar), el anudamiento de los distintos hilos revela un oficio y una sensibilidad pacientes y delicados para relacionar variados eslabones que son atravesados y permeados por el decir de la poeta. Existe, desde luego, una dimensión nítidamente literaria (Calderón escribe en diálogo con una tradición ineludible), precisa, acotada, diversa en sus formas de sugerir y referir; hay una dimensión cultural y política, que universaliza y expande lo poetizado de modo muy personal y, en fin, hay una dimensión biográfica y familiar que reúne todo lo anterior como en una especie de tierno y melancólico abrazo. El eslabón es el fragmento, la pieza que se pierde o se rompe, que es unitiva, aglutinante y, a la vez, virtualidad de liberación, posibilidad de abrir la cadena que encierra y clava y reanudar el camino. Una dualidad que brilla en este poemario.