Los europeos que llegaron a Chile durante los siglos XVI y XVII, como la casi totalidad de los hombres de su tiempo, pensaban que “la cristiandad”, la heredera del mundo grecolatino, era la “civilización”, una cultura superior portadora de luz a pueblos que vivían en la barbarie e ignorancia. No se les puede reprochar que pensaran y actuaran así; solo hombres extraordinarios, como Montaigne, en su célebre ensayo sobre los caníbales, intuyeron que los otros pueblos podían pensar lo mismo sobre los europeos y que acaso Occidente fuera tan solo “una mirada” entre otras. Hoy, el mismo pensamiento occidental, después de un recorrido arduo y lento, ha desarrollado una admirable disponibilidad para valorar las otras culturas y aprender de ellas, y para criticar, a veces de un modo lacerante, la propia. El punto que ha alcanzado su visión es hoy casi el inverso al de los siglos XVI, XIX o incluso buena parte del siglo XX, y es en este contexto teórico y mental nuevo que las comunidades descendientes de los pueblos originarios de Chile son pensadas y se da la búsqueda de saldar las heridas causadas en cinco siglos de historia y, a la vez, de incorporarlos al Estado chileno de un modo digno, respetuoso y justo.
La redacción de la próxima Constitución será un momento clave en la formalización de este nuevo trato. Esa deliberación envuelve una gran oportunidad, pero, a la vez, yace en ella un gran peligro: otra colonización que vulnere ahora a través de una violencia conceptual y doctrinaria la cultura propia de estos pueblos. La visión de Occidente, si bien más amigable, abierta y acogedora, no es, en absoluto, inocente. Un ejemplo muy concreto es la propuesta de tratar a los pueblos originarios como “naciones” y, de esa manera, concebir a Chile como un Estado “plurinacional”. Parece simple y fantástico. El concepto de “nación”, sin embargo, un concepto de pura cepa europea y reciente (siglo XIX), es extraordinariamente discutible, posee una carga ideológica enorme y las consecuencias de su manipulación práctica en la historia contemporánea han sido muy dolorosas. Su versión edulcorada —“lo plurinacional”— no lo despoja del aparataje exógeno que es su sustrato indeleble, por lo cual hacer pasar a nuestros pueblos originarios por esa criba ajena sería propinarles, con las mejores intenciones, una fuerte desnaturalización.
La escritura les era ajena, nuestro derecho también y más todavía un instrumento jurídico como la “Constitución”. Todo ello es harina de nuestro costal. En esta instancia —generada desde la cultura occidental— es esencial oírlos a ellos adentro y afuera de la Convención (poseen pensadores e intelectuales lúcidos y sabios) y hacer un esfuerzo de pensamiento y redacción que sea en extremo respetuoso, delicado y fiel respecto de su singular mirada y carácter internos.