Señor Director:

Disfruté mucho haciendo entrevistas periodísticas fuera de Chile y hoy las leo o veo cuando puedo. Hace unas noches me di un festín en la tele, con dos muy impactantes. En la primera, una entrevistadora muy experimentada ponía en aprietos a un político con mucho recorrido. Sus preguntas eran agudas y replicaba casi todas las respuestas (a veces con ironía). Calculo que, en total, habló más que su entrevistado, quien lucía angustiado y su lenguaje corporal lo reflejaba. Durante la media hora que duró su trance, estuvo sentado al borde de un sillón, como estudiante dando examen.

La segunda fue una antítesis. Estuvo a cargo de un entrevistador más bien joven, que trataba casi con cariño a su entrevistado. Lo aludía por su nombre de pila, le agradecía muchísimo que le hubiera dado una exclusiva y, prácticamente, se limitó a escucharlo. El entrevistado respondía desde la cárcel, pues era un reo condenado a presidio perpetuo por asesinato y secuestro. Habló a su aire durante un par de horas, aprovechó para justificar sus delitos y hasta comunicó a la teleaudiencia quiénes eran sus políticos preferidos.

Aquello me dejó pensando en cómo se enseña a hacer entrevistas en las actuales escuelas chilenas de periodismo. Como revistero empírico, yo aprendí a hacerlas en la práctica, con base en Larry King (“el entrevistador es un conducto entre el entrevistado y la audiencia”) y en tres consejos de mi director: el periodista no es noticia, el lector espera la opinión del entrevistado y no la tuya y la repregunta puede ser imprescindible. Ese director solo admitía una excepción: yo debía contradecir al entrevistado si este soltaba algún exabrupto inaceptable… y ahí operaba el factor criterio.

Para mí ese fue el punto de la noche y no la libertad de expresión, que jamás he cuestionado ni podré cuestionar.

José Rodríguez Elizondo