Cuando ocurren crímenes atroces, la voz de la calle exige pena de muerte para los culpables. Así ha sucedido con los homicidios de niños de corta edad, como Tomás, Ítan y Tamara. El padre de Tamara hizo un llamado en tal sentido y declaró: “No puede haber crimen más atroz que quitarle la vida a un ser tan indefenso”. En las redes sociales, bajo el hashtag #PenaDeMuerte, se veían mensajes como “Que vuelva la pena de muerte”, o “pena de muerte para todo aquel que mate a un niño”.
Lo grave es que políticos de alguna manera avalan este reclamo. Si bien un proyecto de resolución presentado en 2018 por varios diputados, liderados por Camila Flores, no prosperó, la idea resurge cada cierto tiempo. Hace unos días, Mario Desbordes declaró que si eso le pasaba a una hija suya él haría justicia de propia mano —aunque luego tuvo que matizar su afirmación— y Pamela Jiles escribió en un tuit: “Declaro responsablemente que soy partidaria de la pena de muerte en caso de crímenes de alta gravedad que afectan a niñas, niños o adolescentes”. Luego lo borró, pero no ha aclarado que haya sido un error.
Existen fuertes razones para eliminar la pena de muerte, de partida porque vulnera el derecho inviolable a la vida de toda persona. No puede alegarse como justificación la necesidad de la sociedad de defenderse de un criminal que puede volver a delinquir, dado que existen alternativas como el presidio perpetuo. Los estudios evidencian que la pena capital no disminuye los homicidios y, además, existen altas posibilidades de error y de que se termine matando a alguien que no era culpable. La misma Iglesia Católica, que tradicionalmente justificaba la pena de muerte para casos muy excepcionales, hoy la considera contraria a la dignidad de la persona y declara su empeño en que sea abolida.
Autoridades de gobierno han dicho que no puede reponerse esta pena, ya que la Ley 19.734, de 2001, la habría reemplazado por presidio perpetuo calificado y la Convención Americana de Derechos Humanos impide restablecer la pena de muerte en los Estados que la hayan abolido (art. 4.3). Sin embargo, esto es dudoso. La misma ley no habla de abolición, sino de derogación, y conservó la pena de muerte para varios delitos previstos en el Código de Justicia Militar. Además, la Constitución la menciona expresamente para exigir que su imposición se haga por ley de quorum calificado (mayoría de diputados y senadores en ejercicio). Tampoco parece aplicable la norma de la Convención Americana, que señala que no se extenderá la aplicación de esa pena “a delitos a los cuales no se la aplique actualmente” (art. 4.2), ya que el “actualmente” debe considerarse a la época de su ratificación (1990), muy anterior a la Ley 19.734.
En realidad —pensamos—, la pena de muerte no puede reimponerse porque en 2008 el Estado de Chile ratificó dos protocolos que ordenan su eliminación: el Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Protocolo a la Convención Americana de Derechos Humanos, relativo a la abolición de la pena de muerte. Estos protocolos tienen el mismo carácter vinculante de los tratados internacionales que complementan.
Si bien en ambos se hizo reserva de que Chile “podrá aplicar la pena de muerte en tiempo de guerra conforme al Derecho Internacional por delitos sumamente graves de carácter militar”, es claro que, salvo para los delitos previstos en el Código de Justicia Militar, no puede el Estado imponer la pena de muerte sin incurrir en incumplimiento de sus compromisos internacionales.
Lo paradójico es que mientras se condena la pena de muerte como un gravísimo atentado al derecho a la vida, al mismo tiempo se promueve el “aborto libre”, que priva de existencia a un ser humano inocente, sin debido proceso y por el solo hecho de no haber alcanzado un cierto tiempo de gestación en el vientre materno.
La nueva Constitución que se redacte por la Convención Constitucional debiera consagrar y reforzar el derecho a la vida al menos de dos maneras: aboliendo totalmente la pena de muerte y protegiendo la vida de todo individuo humano, incluido el que está por nacer.