No es necesario ser Anton Ego ni que un ratón cocine un ratatouille para quedar tan impresionado con un restaurante. Porque Dondoh, un sitio recién abierto en un año aciago para el comer y el beber, parece llevar meses en operaciones, con personal atento el 100% y una sólida cocina que se presenta como “parrilla japonesa”, pero que también toma prestadas otras influencias exóticas. La pura carta de vegetales -con berenjena grillada, lechuga a la brasa, coliflor a la parrilla y una palta de la que hablaremos- ya los distingue con una singularidad que no se encuentra en otros templos del grill. Esa media palta con un huevo pochado ($8.500), con su goteo de chimichurri, algo de nabo (creemos) y almendras crocantes provoca un resultado final tan oleoso como sabroso.
O sea: vegetarianos felices. Pero como igual la carne todavía manda en estos días, se partió con un tártaro ($8.500), dispuesto en forma de cilindro, el cual fue bañado en una salsa ponzu mezclada con yema de huevo. De acompañamiento, unos trozos de pan magro y unas galletas con su toque de alga. Parecía poco, pero no. Y ya quedaba en claro lo de este restaurante: uno puede entregarse no más, porque no hay que hacer actos de fe. Aquí cocinan rico.
De los fondos, una opción en la que su sencillez es su fortaleza: medio pollo (no de los inflados a punta de botiquín, a $13.500) ligeramente ahumado, con algo de cítrico. La verdad es que ocurre como en la película de Pixar: es reencontrarse con un sabor y una textura de la infancia, de la mano de alguien que veló por la cocción justa e hizo honores al plumífero que entregó su vida por uno. Un ejemplo de lo complejo de lo simple, acompañado de una coleslaw a la manera del lugar, más despojada y menos cargada a la mayo = menos pesada. Más zen, podría decirse.
El otro plato fuerte, de la difícil elección entre varias carnes, fue un filete ($16.500). Este se pidió término medio y venía cortadito, con una mantequilla al ajo que le quitaba lo light, pero que le ponía SABOR. Si a esto se suma un justo espolvoreo de togarashi, ese mix picante de especias nipón, la cosa no pudo ser más perfecta. Porque la no intervención en la carne está bien a veces, pero si la mano del artista es así, que venga y aliñe no más.
Como para compensar, y fue la elección precisa, se pidió una ensalada de pepino fresquísima ($6.000) y con algunos mínimos toques de rocoto seco y una sensación de fondo agridulce, aporte del vinagre enchulado para sushi.
Durante esta misión se bebió agua y una copa de vino, servida desde la botella (y presentada como debe ser). Y al ver pasar otros platos, como un tempura de pulpo que se veía perfecto, fue quedando el resto de la carta como una wishlist. Esto fue lo que se pensó, junto con los cafés (y en ese momento recién lució la vajilla, bella, porque la comida estaba tan buena que los contenedores no alcanzaban a destacar, la verdad), acompañada de una créme brûlée con un toque de miso ($5.500). Y lo que en otros casos es alerta de desastre, nuevamente fue un acierto en este caso, con una pizca de agridulce y todos los adornos comestibles operando como complementos reales y justos.
En fin. Hay lugares a los que uno llega yéndose, como en el poema de Gonzalo Rojas (ese, el de “El señor que aparece de espaldas”). Y otros como este: en que al irse, uno ya está volviendo.
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