Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) ha escrito una veintena de libros, todos éxitos de público y de la crítica, y es probablemente, o quizá habría que decir seguramente, el autor centroamericano más leído en el presente. Dentro de su vasta y prolífica carrera, marcada por el cosmopolitismo y las más diferentes influencias, hemos comentado, en este mismo espacio,
Imitación de Guatemala (2013),
Que me maten si… (1996),
Piedras encantadas (2001), además de sus cuentos completos y otras disímiles publicaciones de este heterodoxo, raro, atípico prosista. Ray Rosa ha obtenido importantes premios que se otorgan en lengua castellana y mencionarlos daría para un libro completo, quizá un tratado sobre su corpus y su persona. Asimismo, ha recibido los más extravagantes, estrambóticos y encendidos elogios de sus pares, uno de los cuales llega a compararlo con John le Carré y Franz Kafka. Según Roberto Bolaño, “la prosa de Rey Rosa es metódica y sabia. No desdeña, en algunos momentos, el látigo —o mejor dicho: el chasquido lejano de un látigo que jamás vemos, ni el camuflaje. Leerlo es aprender a escribir y también es una invitación al puro placer de dejarse arrastrar por historias siniestras y fantásticas”, y suma y sigue.
La verdad es que la escritura de Rey Rosa —quien además es traductor y fue amigo íntimo de Paul Bowles— es despejada, radiante y controlada, que presenta una obsesión casi maniática por la palabra adecuada y sin ninguna forma de pedantería. Escribe bien sin que se note y, como se ha dicho en numerosas ocasiones, llega a ser adictivo, lo que, obviamente es hiperbólico en grado sumo.
Sin embargo, es cierto que Rey Rosa ha hecho de la sobriedad un ejercicio incondicional y, dado el hecho de que nunca aburre ni cansa, la suya es una de las más notables aventuras literarias dentro de la actual prosa en lengua española. Y también un ejemplo de modestia, sobriedad y, sobre todo, una absoluta falta de pretensiones.
Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre es radicalmente diferente a todo cuanto Rey Rosa ha escrito antes. De partida, en su caso se justifica en plenitud el trillado calificativo inclasificable: ni novela, aunque haya partes novelescas, ni relato concebido en forma lineal ni nada parecido. En un comienzo parece más bien un manifiesto, en la epístola que Román Rodolfo Rovirosa, doctor en Religiones Comparadas, justo en los momentos en que la Santa Sede es objeto de severos escrutinios por los escándalos de pedofilia y las controversias sobre el aborto, dirige a Francisco I, rogando su intercesión en temas gravísimos, muy alejados de cuanto ocurre en un país al parecer muy remoto para el Vaticano: la expropiación, causada por la Iglesia Católica, de las cofradías mayas que aún subsisten, pese a los repetidos intentos por borrarlos de la faz de la tierra.
“Si el río, que constituye el ser íntimo, el alma pura de una sacerdotisa, se secaba o se corrompía… ¿terminaba también por secarse o corromperse la conciencia de una mujer?”, son las palabras iniciales de
Carta de un ateo… En esta suerte de distintos géneros interrelacionados, Rey Rosa otra vez pone al descubierto los tejemanejes del poder en su patria, exponiendo la cruda realidad sobre los conflictos y las reivindicaciones que se remontan al pasado remoto, si bien continúan hoy completamente vigentes.
Carta de un ateo… es muchas otras cosas, todas manejadas con su característico estilo quirúrgico, con ironía y sensualidad, en una intriga magnética, con tantos personajes memorables que, de nuevo, resulta impracticable hacer un censo de ellos. Aun así, quedan en la memoria el comprador de religiones y su hijo, cuyo vínculo encuentra repercusiones en el cofre de don Melchor y sus dos vástagos, subyugados, a la vez, por la profesora de yoga y otros actores, cada cual más estrafalario —o inteligente, según se le mire—, todos los cuales convierten a
Carta de un ateo… en una suerte de thriller, que nos mantiene en suspenso hasta el final.
Con todo,
Carta de un ateo… es mucho más: una disección implacable de la nación de Rey Rosa, una divertida crónica en torno a gentes comunes y corrientes —que, no obstante, son excepcionales—, un título que se sigue sin pausa, un complejo y detallado análisis entre la etnia kaqchikel de Kanjá y las autoridades eclesiásticas que han hecho lo que les da la gana con ellos. En suma, si Carta a un ateo… no es el mejor libro de Rey Rosa, está muy cerca de serlo.