Es probable que sea el ansia de figurar o la simple tontería, o una mezcla equilibrada de ambas; pero el caso es que por estos días se asiste a algo que está infectando a la política chilena desde hace tiempo: la irracionalidad.
El problema es que ahora amenaza a las vacunas.
La racionalidad ha consistido, desde siempre, en la capacidad de priorizar, poner un elemento o situación antes que otro. Explicar un fenómeno, por ejemplo, significa establecer cuál hecho le antecede (su causa) y cuál le sucede (su efecto). La demostración en matemáticas equivale a seguir una secuencia hasta alcanzar el resultado (si A entonces B). Hasta la salvación del alma consiste en hacer ciertas cosas primero (no pecar o arrepentirse) para alcanzar otras luego. Y como observó Weber, la racionalidad moderna supone enlazar medios con fines; unos primero, otros después. En suma, la racionalidad es un afán por priorizar u ordenar.
Todo ser humano, como es obvio, es capaz de priorizar decidiendo qué va primero y qué después; pero las decisiones colectivas no pueden quedar entregadas a lo que cada uno decida. Ha de haber alguna decisión que, considerando el interés de todos, se imponga.
Pues bien, ¿qué tiene que ver todo eso con las vacunas?
Mucho, porque por estos días hay alcaldes que, cediendo al impulso de reelegirse o explotando el miedo de la gente a enfermarse, han hecho la peor de las demagogias: han alterado las prioridades dispuestas por la autoridad sanitaria.
Explotando el miedo al contagio y el ansia que todos sienten por vacunarse, algunos de ellos han decidido ganar un puñado de aplausos y mejorar sus posibilidades de ser reelectos, además de algunos minutos de matinal, reemplazando el calendario dispuesto por la autoridad sanitaria por el que ellos estiman mejor. Pero es obvio que si esta actitud cundiera —si cada alcalde priorizara lo que en su opinión es lo más urgente— no habría ninguna posibilidad de continuar con el exitoso plan de vacunación, puesto que mientras la autoridad sanitaria distribuye las vacunas con un criterio que contabiliza todas las variables, los alcaldes las administran con otro. Si usted dejara entregado el orden de las vacunas a la urgencia que cada uno siente de recibirla, o a la iniciativa de cada alcalde, el resultado sería desastroso: cada uno sentiría que su caso es más urgente que el otro y todos pelearían en los consultorios por estirar el brazo primero o, en el caso de los alcaldes, por obtener lo más pronto una nueva provisión de vacunas.
El resultado vendría a poco andar: las vacunas escasearían en las fechas previstas y el plan entonces fracasaría.
En otras palabras, así como el orden de las vacunas no puede depender de la intensidad del deseo individual de vacunarse —si así fuera, habría congestión que impediría el proceso—, así también el calendario de vacunación no puede quedar entregado al criterio edilicio. Si ello se consintiera, muy pronto habría comunas sin dosis suficientes no porque la autoridad sanitaria no las haya entregado, sino porque cada alcalde las habría distribuido a su antojo.
Y si ello ocurriera, los alcaldes del caso no reconocerían su propia responsabilidad, sino que —en los matinales, por supuesto— señalarían a la autoridad sanitaria como la culpable.
A todos avergüenza lo que ha ocurrido en Perú o Argentina —en el primero, Vizcarra, sus ministros y algunos familiares se vacunaron antes que todos los demás, y en el segundo, el ministro de Salud vacunó a sus cercanos—, pero eso, en el fondo, no es muy distinto a lo que hacen algunos alcaldes en Chile alterando el orden de prioridades. Después de todo, si les preguntaran a los ministros peruanos o al ministro argentino por qué hicieron lo que hicieron, es seguro que expondrían motivos aparentemente tan razonables —cuán insustituible era el servicio de los que ellos eligieron vacunar, por ejemplo— como los que serían capaces de esgrimir estos alcaldes transformados en expertos en salud pública.
Hasta ahora, el plan sanitario ha funcionado muy bien y ha merecido aplausos. Y ello no se debe a que la provisión sea universal y gratis, como sugieren algunos entusiastas (en realidad, los bienes gratuitos y universales son más difíciles de administrar, porque como no reflejan escasez se tiende a cuidarlos poco), sino que se debe al hecho de que ha existido racionalidad en la administración de los recursos, al hecho de que cada cama, cada respirador y cada dosis de vacuna se han distribuido desde el inicio en base a una cierta prioridad impuesta por la autoridad sanitaria.
Y solo cabe esperar que, al revés de lo que ha ocurrido en otras áreas de la vida colectiva, al menos la autoridad sanitaria siga comportándose como tal.