Catalina Pérez, presidenta de Revolución Democrática, reaccionó de inmediato frente a la muerte violenta del joven malabarista. Lo hizo, y de ahí el valor de sus palabras, espontáneamente y sin censurar lo que primero se le vino a la cabeza, tal como le habría aconsejado un psicoanalista si ella hubiera estado en el diván:
En Chile la vida de un pobre no vale nada. ¿Cómo quieren que no lo quememos todo? —dijo.
No es correcto interpretar esas palabras como una incitación a la violencia o al odio, menos como una confesión de haber participado en incendios. Tampoco se trata de un abandono de los deberes parlamentarios, como arguyó la UDI. Si fueran eso, carecerían de todo interés y serían un simple exabrupto, uno más de esos que aparecen cada cierto tiempo en este lado y el otro.
Pero no, esas palabras son otra cosa.
Son una metáfora —dijo la misma diputada.
Y tiene toda la razón.
Para el psicoanálisis, una metáfora es una condensación de deseos y puntos de vista inconscientes. En la metáfora (enseña, entre otros, la espléndida Julia Kristeva en “La revolución del lenguaje poético” o en “Males de amor”) el lenguaje desborda la mera denotación o la referencia estricta para, en cambio, movilizar sentimientos o impulsos previos al lenguaje, sentimientos e impulsos que para expresarse a través de las palabras requieren torcerlas, emplearlas en una dirección distinta del sentido que aparentemente poseen. Por eso, subrayaba Kristeva, la expresión metafórica dice más del sujeto que la enuncia que de aquello a lo que aparentemente se refiere.
Una metáfora es, pues, un mensaje a descifrar.
La pregunta es, entonces, cuál es el significado oculto en esa frase.
Ante todo, la frase revela que la diputada Pérez se ve a sí misma como portadora de una denuncia profética, alguien que mira la realidad a través de conceptos moralizantes. La clave para comprender la vida social y la actitud que cabe tener frente a ella es, piensa la diputada, saber detectar la injusticia y denunciarla. Ella parece estar convencida de que quienes están en la pobreza son, por ese solo hecho, sujetos de abusos, motivo por el cual, además de necesitar ser protegidos o redimidos, están de antemano excusados de su propia conducta. Por supuesto que la pobreza y la situación de clase —al igual que otras condiciones como el género o la etnia— suelen ser motivo de abuso; el problema es que la diputada parece pensar que la pobreza está necesitada de redención y quienes la padecen deben ser tratados con indulgencia sin importar su conducta. Este tono moralizante y paternalista de hacer política —que ha inspirado la iniciativa de indulto y empleado el mismo tono que se cuela por las palabras de la diputada— es más evangélico que de izquierda, o mejor: más propio de una izquierda creyente que de una ilustrada.
Pero justo porque es evangélico, ese tono cumple también la función inconsciente de ensalzar a quien lo adopta el que, de esta forma, se instituye como redentor, un sujeto generoso que abandona su propia posición para ponerse del lado de quienes están siendo aplastados. Es esta una inversión de papeles harto frecuente que ha sido largamente descrita. Denunciar el egoísmo ajeno como forma de subrayar el desprendimiento propio; repudiar la herencia ante los demás para reivindicar la posición de heredero; hablar con desenfado para mostrar confianza en el propio lugar social, y así. Ver al pueblo como abusado y denunciar que no se le valora es situarse inconscientemente como salvador o redentora.
Se trata, además, de un rasgo que es común a los integrantes de esa generación, la generación que hace más de una década —¿se ha olvidado ya?— colgó un lienzo con una diana dibujada sobre el rostro de la entonces presidenta Bachelet en la casa central de la Universidad de Chile. Se trata de una generación cuyos miembros gustan verse a sí mismos como una vanguardia, un grupo portador de valores perdidos, gente que viene a reverdecer el sentido de justicia olvidado por la somnolencia o el apoltronamiento de los más viejos; un grupo salvífico portador de una bienaventuranza a la que los demás, hasta que ellos aparecieron, han prestado oídos sordos.
Si ese espíritu es también el del partido que dirige, entonces ser minoría es su único horizonte.
Y es que la mayoría no se reconoce en esa imagen de un pueblo abusado que un grupo salvífico viene a redimir. Si la mayoría se viera así, iría a una iglesia (si queda alguna) o militaría en un partido de clases (queda uno).
Pero no iría a Revolución Democrática, que —según acaba de revelar la metáfora de la diputada— tiene un ánimo más evangélico que político, más redentor que revolucionario, y sus miembros, una conciencia de sí mismos más parecida al voluntariado del Hogar de Cristo que a los seguidores de Lenin.