El otro día me preguntaron si era italiano o francés, en fin, si acaso era un europeo visitando Chile. Alguien pensó que era austríaco y una señora me calificó como griego. Asentí con un ambiguo movimiento de cabeza y me retiré rápidamente, pero es evidente que en el aire quedó flotando el misterio de mi condición.
Así es como descubrí las bondades de andar con mascarilla.
No se la saque nunca, se acostumbrará.
Los matrimonios, para soportar mejor el encierro, deben mantenerla puesta dentro de la casa, en el dormitorio, sala de estar o cocina, y de forma permanente.
De esta manera se retarda el insoportable efecto de seguir mirándose la cara, aunque a estas alturas de la pandemia esa parte del cuerpo ha mutado, para que nos entendamos: ahora es el caracho duro y carcomido del señor esposo, y es la cara cada vez más arrugada y porfiada, de la señora esposa.
Los gestos o muecas se hacen inaguantables y se percibe con sensibilidad de radar el respingo labiodental, el mohín de desprecio o el labio fruncido. Y por eso las mascarillas, porque disimulan el polvorín, esconden la mecha y mojan el fósforo.
Ante el horror de mirarse la cara por completo, bajo el azote de la pandemia, no hay mejor remedio que utilizar mascarilla. Opera como bálsamo y provoca alivio y respiro.
Digámoslo claramente: utilizarla en la intimidad del matrimonio es un acto de amor.
Los feos y feas, que en Chile abundan, seamos sinceros, viven mejor con mascarillas, porque se retarda el efecto que causa su condición y les permite ganar tiempo y una aproximación que sería imposible al natural.
Se privilegia el don de la conversación y se retrasa la relevación del rostro. Es cierto que en algún momento tendrán que descubrirse y probablemente hasta ahí nomás llegaron, pero quién sabe, a lo mejor no.
Otra cosa: gracias a la mascarilla puede potenciar la mirada y su profundidad de campo. Sabido es que cuando es intensa, la mirada es interesante, inteligente, atractiva y desde luego sensual. Hasta puede entrenarse frente a un espejo porque no hay nada más cautivante que eso que deja ver la mascarilla, que no se trata de los ojos, no sea elemental, sino de la mirada y del contacto con los demás. Practique, sin forzar los musculitos del globo ocular porque puede quedar mirando para un solo lado o termina como Sartre, con cada ojo por su lado. Tampoco los entorne en demasía, porque igual choca con la puerta del botiquín.
La mascarilla, finalmente, oculta los rasgos faciales, no todos, pero sí los suficientes, como para impedir la clasificación social con un simple golpe de vista. Esa duda es beneficiosa, porque bajo la mascarilla no somos de aquí o de allá, sino ciudadanos. No de arriba o abajo, sino compatriotas.
La mascarilla es una barrera contra los males del clasismo y el racismo.
Es un bien que nos aproxima a eso que tanto se anhela: un país más igual, y con las diferencias naturales, pero en declive y retirada.
Esto implica, por cierto, no hablar ni una palabra, pero ni una sola.
Nada de nada. Mascarilla, silencio e igualdad.