Hay ocasiones en que una idea, una frase, una ocurrencia delatan por completo un mundo de prejuicios y significaciones.
Es el caso de dos ideas —extrañamente coincidentes— que vertieron José Antonio Kast y un candidato a alcalde de Vitacura: ambos sugirieron erigir muros reales o imaginarios.
A primera vista se trata de ideas —por llamarlas así— que calzan como un guante con lo que la gente espera o anhela. En un mundo donde los delitos se incrementan o donde parece que se incrementan, parece natural proponer medidas radicales que los controlen. ¿Hay inmigrantes ilegales que se aprovechan de la ausencia de límites naturales? Pues bien, construyamos zanjas que indiquen con claridad dónde principia nuestro territorio, sugirió Kast. ¿Han aumentado los delitos en Vitacura? Hay que erigir una frontera, agregó el candidato a alcalde, un sistema de controles de quienes entran y salen de esa comuna.
¿Qué se esconde detrás de esas ideas?
Lo más sencillo es recurrir a un facilismo y decir que se trata de actos racistas, el de Kast, y de clasismo, el del candidato a alcalde.
Pero no; es algo peor.
Hay en esos discursos la extraña idea de que existen territorios que casi se confunden con el yo de quienes los habitan, la idea de que una comuna o un barrio es una extensión de la subjetividad de quienes viven en él y que, por lo mismo, ellos podrían decidir controlar —como el paranoico que vigila lo que hacen o dicen los demás, temiendo que planeen una agresión en su contra— quién entra y sale del lugar, la calle o la esquina donde viven. Esta idea conduce a construir lo que la literatura llama cultura-enclave (la expresión es de Mary Douglas), en la que una minoría levanta cercos materiales y simbólicos porque teme ser devorada por una mayoría que no controla.
Hay también en esas propuestas rasgos paranoides. La paranoia no es siempre una enfermedad; también es un estilo de atender los problemas públicos que consiste en atizar la desconfianza y el recelo hacia el otro —el distinto o al que se supone distinto—, sugiriendo que aislándose de él o manteniendo una vigilancia permanente sobre dónde va o qué dice, parte de los problemas se esfumarán. El argumento paranoide, de fácil contagio, insinúa que si usted se junta con sus iguales —cada uno con gente como uno, reza el argumento inconfesado— el peligro disminuye y el miedo se disipa. El argumento paranoide es un simplismo aparentemente irrefutable que estrecha el horizonte vital (Kräpelin lo describió como “una razón desviada”) al remitir todos los problemas a una única causa que adquiere fácilmente cuerpo e identidad.
Es fácil comprender cuán peligroso es ese argumento cuando se le deja crecer y expandir en la esfera pública.
Las sociedades abiertas parten de un punto de vista opuesto al de ese discurso de rasgos paranoides. Ellas suponen que los seres humanos son más o menos iguales al margen del lugar donde vivan, el ingreso que posean, el aspecto que tengan, el sitio donde nacieron o el Dios al que recen. Y piensan que no es posible saber ex ante de donde viene el peligro al que temen. Este tipo de sociedades no son ingenuas —saben que el hombre es a veces un lobo—, pero para disminuir los delitos y disipar la violencia cuentan con instituciones y reglas para controlar las agresiones, reglas que aseguran el respeto recíproco de ciertos derechos que se consideran incondicionales e intangibles. Y cuando las agresiones aumentan —cuando hay más delitos, portonazos y cosas semejantes— esas sociedades no desvían la mirada hacia el otro y se ponen a levantar muros, como acaban de sugerir Kast y el candidato a alcalde, sino que exigen a las instituciones estatales que estén a la altura de los deberes que justifican su existencia, tanto para controlar el delito, como para cumplir las reglas que impiden convertir al victimario en víctima del Estado.
Por eso, el principal peligro que experimenta el Chile contemporáneo no es tanto el incremento del delito, sino la incapacidad de las instituciones para controlarlo. Cuando ello ocurre, las personas buscan una seguridad siquiera simbólica y se aferran entonces a la fantasía paranoide (que el político se apresta rápidamente a explotar) de que el extraño que camina por su barrio es un agresor.
La idea de alzar muros comunales o nacionales parece pintoresca, una simple tontería para llamar la atención, pero es extremadamente peligrosa y está a la base de todas las persecuciones de este mundo, desde el odio a los judíos (a los que en Egipto se comenzó culpando de la lepra), hasta el desprecio al disidente. Como conecta con el miedo y promete aislar la causa que lo provoca, rápidamente se contagia y adquiere visos de verdad (Dalí observó que el paranoico siempre tiene la razón), y cuando ello ocurre, la delgada capa de civilidad que hace posible la vida colectiva comienza a rasgarse.
Y ya después cuesta harto remendarla.