Debe saber Francis Cagigao que sangre española siempre hubo en las bancas chilenas, aunque a la de la Roja solo llegara Xabier Azkargorta, un vasco de gustos cinéfilos y dichos castizos que revolucionó Bolivia y se fue como lo hacen los caballeros, con una despedida pública y una frase inolvidable: “Ojalá muerto el perro, se termine la rabia”. Tenía tanta fe en su trabajo que se aventuró con un “nos veremos en Francia 98”, que cumplió cabalmente. La Roja llegó con Nelson Acosta y él como asesor de Japón.
Manuel Casals era gallego, abogado y futbolista. La Unión Española le encargó una tarea difícil en 1940: rehacer el equipo que se había desmembrado tras la disolución por la Guerra Civil. Trabajó incansablemente con el material de que disponía en divisiones menores, y sin refuerzos extranjeros dejó listo el equipo que sería campeón en 1943 con otro técnico en la banca, porque los dirigentes tenían menos paciencia que él.
Francisco “Paco” Molina se vino a bordo del “Winnipeg” junto a sus padres catalanes huyendo de Franco. Se nacionalizó pronto, jugó en Wanderers y la Católica hasta que lo contrató el Atlético de Madrid, donde se cansó de hacer goles. Cuando quisieron renovarle el contrato puso una sola condición: que sus padres pudieran retornar a Suria, su pueblo natal. Los militares se lo negaron, por lo que “Paco” volvió a Chile, se puso la camiseta de la selección, fue campeón con el Audax Italiano y la UC para luego convertirse en técnico, llegando a la banca de Colo Colo. Murió como chileno, por supuesto.
Isidro Lángara era el mayor goleador español antes de la Guerra y defendió a su país en el Mundial de 1934. Cuando los franquistas tomaron Bilbao, se integró a la selección que recorrió América esperando que cesara el conflicto. Como eso no ocurrió, Lángara se cansó de hacer goles en Argentina y México y, tras colgar los botines, se vino a Chile a consagrar campeona a la Unión Española en 1951.
Historia parecida a la de Pedro Areso, que había firmado el contrato de su vida para jugar por Barcelona en 1937. Tuvo que abandonar la patria para dedicarse al fútbol hasta que, muchos años después, se hizo cargo de los rojos de Santa Laura en la campaña del 70, que debió haberlos consagrado campeones a no ser porque Elson Beyruth se inspiró en una final para marcar dos goles que le dieron la décima estrella a Colo Colo. Areso también había integrado la selección de Euzkadi, retratada en series y libros como una expedición desesperada de futbolistas en un triste exilio itinerante.
Deberá saber Francis Cagigao que, antes que él, otros españoles vinieron a Chile en busca de una redención futbolera, cuando el mundo también era inseguro e incierto. Que nuestro fútbol se forjó a golpe de inmigrantes, como Juan Legarreta, oriundo de Irún, que fundó el Club Ibérico y luego la Unión Deportiva Española. O Isidro Corbinos, oriundo de Zaragoza y también pasajero del “Winnipeg”, que sentó las bases de nuestro periodismo deportivo y en cuyo honor el premio nacional lleva su nombre. Gente de raza, audaz y trabajadora, que supo dejar huella porque apostó al trabajo bien hecho. A defender sus ideales y a luchar por la independencia de su labor. Eso.