“El Hijo del Presidente” es un libro que da mucho de qué hablar, lo cual siempre es un agrado para quien escribe una reseña literaria. Por ejemplo, podría considerarse este libro desde el ángulo del género ensayo, remitirse a Montaigne, su creador, ver las virtudes que este texto tiene -y son muchas- y cómo se inserta en la tradición del ensayo chileno. Esa es la hebra que parece sobresalir: la manera como Sanhueza se apropia de este género antiguo y logra una de esas aspiraciones programáticas más buscadas por la preceptiva estética contemporánea: romper la “ley del género”, porque al final de la lectura no se puede decir si este libro es una biografía de Pedro Balmaceda, el hijo mayor del presidente José Manuel Balmaceda, la historia de la amistad entre Pedro y Rubén Darío, la argumentación de una hipótesis acerca del origen del modernismo literario en Chile y Latinoamérica, o la proclama oblicuamente crítica a la brutalidad que anida en el fondo de nuestra cultura y de la élite dominante. Es todas esas cosas y también hay un elogio a la poesía y el arte, y una clave acerca de cómo entender el célebre grabado de Durero “Melancolía I” a partir de un minúsculo detalle y acaso también una suerte de discurso de ultratumba, ya que, en los hechos, el libro termina con una secuencia de preguntas que Pedro Balmaceda, apenas enterrado, dirige, no con poca ferocidad y rabia, hacia el lector.

“El Hijo del Presidente” es el ojo de la cerradura por la cual pasan todos estos temas en un texto en el que, más que respuestas enfáticas, se plantean preguntas, se proponen varias hipótesis entrelazadas y, sobre todo, se intenta abrir y subvertir el orden con que la historia valora la gravitación de los individuos en el complejo tramado de sus causas y efectos.

El propósito de Sanhueza es desmentir en el caso de Pedro Balmaceda la regla que condena a los hijos de los presidentes a una existencia anodina y mediocre, a ser nada más que eso, “el hijo de…”, un apéndice de una figura mayor, la cual lo relega a ser personaje ubicado en un segundo o tercer plano, ese pariente, como dice Sanhueza, que en la fotografía de familia con el paso del tiempo ya nadie puede identificar claramente. En la corta vida de Pedro Balmaceda todo pareció conspirar para ello: un padre excepcional a quien le tocó protagonizar un momento histórico en el Chile republicano, la amistad con un poeta, Rubén Darío, que devendría en la figura principal de la transformación de la poesía latinoamericana de principios del siglo XX, una vida brevísima que termina abruptamente a los 21 años. En apariencia, la existencia de Pedro es tan secundaria a otras y tan fugaz que bien podría pensarse que puede suprimirse, quitarse, y el devenir de los acontecimientos habría de ser el mismo. La vida de Pedro Balmaceda es, como señala el inicio del libro, “la historia de una posibilidad”, frustrada como realidad por su encuentro prematuro con la muerte o, acaso, a pesar de su brevedad, un eslabón que, si se logra aislar, observar y sopesar con cuidado, permite adquirir lucidez acerca de lo que somos hoy y sin el cual “nos quedaríamos muy solos y desorientados, sin saber qué hacer con buena parte de nuestros adjetivos”.

Sanhueza vuelve en este texto a ratificar sus grandes talentos como prosista que ya había instalado con su novela “La edad del perro”. Es un escritor de prosa esmerada y feliz, muy dúctil en sus recursos y envolventemente hábil en sus estrategias narrativas. La figura de Pedro Balmaceda va y viene en este libro, escurridiza, para lentamente y de modo inesperado ir adquiriendo corporalidad y centralidad. La metáfora del meteoro, de la “luz efímera”, que es mencionada, con distintas formas, en el recuerdo de los amigos y en las notas necrológicas de época, es desmenuzada por el autor y subvertida, porque la totalidad del sentido del cuadro histórico pende de ella, así como en el grabado de Durero lo es de un meteoro rutilante oculto en un pequeño y casi imperceptible detalle. No hay linealidad entre tamaño y ubicación, de un lado, y la permanencia, energía y amplitud de la irradiación, del otro.

En este libro se da, por cierto, un valioso e interesante “rescate” de la figura de Pedro Balmaceda Toro. Pero, como buen escritor, lo esencial es cómo Sanhueza “construye” un personaje fundante de un proyecto de república que pudo ser, ese en que “el refinamiento estético y la delicadeza aplastarán el rústico patrioterismo de una élite brutal”, ese que pone en boca de Pedro las siguientes palabras: “El arte, papá, no las estatuas. La patria no necesita sables, necesita formas. Tú eres una forma. La forma de un hombre solo”.