El paso por una librería, después de casi un año de consumo virtual, me dejó decepcionado, perturbado y meditabundo. Al principio, al estar vacía, me demoré seleccionando un número de libros exagerado a tal punto que, sin descartarlos de la posterior adquisición, fui creando depósitos estratégicos en el itinerario —rincones semiocultos—, pensando en hacer una revisión final. Estaba por emprender esa nueva repasada cuando sucedió lo inesperado: la librería se empezó a llenar de gente, escuché ligeros tosidos, el “aforo” no me pareció celosamente respetado. Los roces simpáticos con otro potencial cliente disputándose la observación del mismo estante me resultaron ahora encuentros casi letales, así que, de pronto, en fuga casi, me encontré camino de vuelta a casa con las manos vacías. Esto ocurrió hace un par de días.
Hoy al almuerzo, mientras devoraba un prosciutto con melón —una de las delicias del verano—, sin saber por qué, se me vinieron a la cabeza las imágenes de uno de esos libros. Fue una crueldad de la memoria traerme en ese momento esta suerte de hijo nonato. Recordé el rostro amable de la autora, una de las más eminentes expertas inglesas en la antigüedad griega. A pesar de ser una académica tremendamente especializada —como es la regla hoy en las humanidades—, prometía haber hecho un esfuerzo exquisito de destilación acerca del aporte griego a la cultura contemporánea. Recordé que, mientras lo tenía a la vista en la librería, había recordado a su vez la lectura feliz de varios libros del género (muchos de ellos en la colección “breviarios” del FCE), deliciosos ensayos en que un profesor que en su trayectoria académica había escrito eruditos artículos y libros técnicos digeribles, en el mejor de los casos, por una decena de colegas, ya retirado, resumía libremente y con humor la sabiduría acumulada de una vida en no más de cien páginas. Recordé también cómo en aquel momento, a partir del índice y de un par de líneas leídas en puntos abiertos al azar, decidí su suerte.
Mientras paladeaba el melón envuelto en un trozo de prosciutto, regresaron los argumentos, uno por uno, que tuve en mente entonces y, sobre todo, pensé en un legado que no figuraba: la modelación de la embriaguez. Como atestiguan “Las Bacantes”, la embriaguez vinosa fue inicialmente un terrible dolor de cabeza para la familia y la sociedad griegas. Que hoy yo pueda acompañar mi antipasto con un blanco bien frío y toda la cultura y la economía que se ha tejido durante más de dos mil años en torno a este ritual son el resultado de un acto civilizatorio que debemos a ese pueblo extraordinario: no prohibir, sino dar una forma que contenga los excesos y embellezca un instante acaso pleno.