Eso de evaluar el año viejo con la lista de lo propuesto en una mano y la de nuevas metas en la otra, no es lo mío. No porque me parezca algo utópico, sino porque conozco los límites de mi memoria. Son 365 días que se convirtieron en recuerdos, tamizados por el tiempo y los sentimientos.
Por eso prefiero ir revisando mi vida en forma periódica, antes que el devenir se transforme en pasado. Un balance como ese, sin información fresca, puede caerse “como un castillo de naipes”, algo que sabemos puede ocurrirle al más capaz de los mortales.
Sin embargo, 2020 será difícil de olvidar. Días y meses se funden en un tiempo raro. Uno que parecía detenido, aunque lo veíamos arrasar en una ola de dolor. Un infierno como el de Dante, donde el deseo es sin esperanza.
Me cuesta pensar que alguien no haya aprendido algo nuevo de sí y de los otros en 2020. Un tiempo en que esa ola inexorable ahogó a muchos; revolcó a unos y mojó a otros. De capitán a paje; pobres, ricos y de clase media. Niños, adultos y ancianos. Famosos e ignorados. Aunque siempre existen quienes ni se humedecen, como si vivieran enfundados en trajes de neopreno surfeando en una realidad paralela.
Se remecieron las economías como en un terremoto. Movimiento telúrico equitativo que golpeó el narcisismo de los países ricos, como la indolencia y corrupción de los países pobres. Por las grietas del sistema emergieron los muertos y los “vivos”. Sobrevivientes y sufrientes. Las sociedades se vieron al espejo y apareció la realidad descarnada.
A fuerza de golpes se fueron humanizando los números. Se hicieron tibios y dejaron ver rostros y necesidades. Se observó con lupa la gestión de los gobiernos, quienes con aciertos y desaciertos trabajaron en medio de una lluvia de “palos porque bogas y palos porque no bogas”.
Se unieron aquí, en un círculo virtuoso, hospitales y clínicas, antes separados por muros infranqueables para los pacientes más necesitados. Y tomamos conciencia del sacrificio de tantos que ahí laboran.
Mientras, nuestros políticos, que arribaron al 2020 ya con resaca, continuaron en su deambular hacia quién sabe dónde.
El año Covid deja a niños y adolescentes golpeados por una educación virtual o por su total ausencia. Profesores y alumnos desorientados. Las generaciones marcadas por el virus, ¿qué aprendieron? Quizás bien poco de Matemática y Lenguaje, ojalá más de humanidad.
Ha sido este el año del despertar de la conciencia y la humanización de la Ciencia, que salió del laboratorio a iluminar la incertidumbre, pero reconociendo su falta de certezas.
Y al cierre de este infierno, una jeringa de esperanza. El nuevo año, sin luces de bienvenida, trae consigo una vacuna que promete inmunizarnos del riesgo de un eterno 2020.
Con ella en el horizonte, pienso en mis deseos para 2021. Que la inoculación blinde a todos, sin excepción, de este maldito virus, pero que nos deje viva la memoria de lo visto y aprendido. Quiero que nadie quede inmune a esa realidad descarnada que afloró de las grietas del sistema, y que las mentes brillantes de esta Ciencia pospandemia busquen nuevos materiales para repararlas.
Y para completar el ejercicio, una humilde meta para 2021: concentrarme en vivir cada día sin grandes aspavientos.