En la columna anterior del mismo título señalé que nuestra primera democracia, malograda en 1973, alcanzó un alto grado de perfección en sus aspectos formales, pero que en términos reales fue inconsistente, porque las condiciones sociales —pobreza e incultura masiva— la tornaron vulnerable. También aludí a circunstancias políticas como factor debilitante, que es lo que ahora abordo.
Se trata de los partidos políticos. Actores que desde el siglo XIX se perfilaron como parte decisiva del sistema republicano, aunque ni entonces ni después estuvieron sujetos a regulación, ni constitucional ni legal. Incluso las leyes electorales (siglo XX) los potenciaron, al punto de hacer casi imposible levantar candidaturas independientes. Anomalía que con el tiempo indujo a fomentar, por otra parte, una serie de imperfecciones que corroyeron el funcionamiento democrático.
Sus autoridades eran elegidas mediante procedimientos artificiosos que les restaban legitimidad y respeto. De manera que, faltando disciplina, las posturas “díscolas” no tenían sanción y se hizo costumbre desvincularse como militante para unirse a otra tienda o crear una nueva, cundiendo así el fraccionamiento partidista. Graves fueron las prácticas de las bancadas oficialistas para intervenir sin ambages en materias propias del Ejecutivo; por ejemplo, mediante el “cuoteo”. Los partidos gobiernistas exigían ministerios, subsecretarías, jefaturas de servicio y quien era escogido ministro no aceptaba la nominación sin la autorización previa de la directiva partidaria, además de otras interferencias. Así, el Presidente, para contar con apoyo parlamentario, debía permitir la práctica del cogobierno, que sufrieron todos los presidentes en alguna medida, Salvador Allende en extremo con la Unidad Popular.
Además, esta falta de regulación legal hizo propicio que el financiamiento partidista fuese turbio. Recibían disimuladamente dinero proveniente de empresas, grandes sindicatos o gremios (autobuseros, cupríferos), también de profesionales por servicios fantasmas: boletas ideológicamente falsas, diríamos. Y, todavía en contexto de Guerra Fría, hubo proveedores encubiertos de carácter internacional: URSS, RDA, USA, Cuba.
Hacia 1960, derecha, centro e izquierda, en diversa intensidad, se ideologizaron en forma irreductible, llegando a predominar incluso el dogmatismo. Así, el entendimiento partidista, bastante usual en décadas anteriores, se tornó inviable. A su vez, los partidos se empeñaron en asediar entidades públicas y privadas de distinto carácter, con el objeto de instrumentalizarlas para fines propios. Ello significó la politización ideológica de la sociedad chilena en forma total y, en su punto más álgido, el adversario de antaño pasó a considerarse el enemigo de hoy, lo que devino en violencia que terminó legitimándose como método de lucha política.
Ese fue el desgraciado final de nuestra frágil primera democracia. ¿Cuánto habremos aprendido de la experiencia histórica y en qué pie se encuentra la democracia que vivimos?