Carlos Ruiz Zafón (Barcelona, 1964) ha sido calificado como uno de los prosistas más renombrados en la literatura mundial del presente y el creador de ficciones más conocido en el orbe tras Cervantes, lo que claramente entraña una mayúscula exageración; pero bueno, ya sabemos hasta qué punto la crítica, los reseñistas e incluso el público que lee se han convertido en una suerte de club de socorros mutuos. Es cierto que Ruiz Zafón ha sido traducido a decenas de lenguas, que es un fenómeno de ventas y sobre todo que produce una adicción incurable, lo que parece fácil de explicar: escribe casi siempre bien, sus tramas se hallan montadas, es —en verdad era, pues acaba de fallecer— cultísimo sin hacer gala de sus conocimientos, algunos de frentón ignotos; en fin, resulta entretenido a rabiar, lo cual, hoy en día, podría traducirse en un pecado mortal para especialistas.
Esto se aplica, más que nada, a sus monumentales volúmenes: la “Trilogía de la Niebla” (que compuso a partir del año 1993) y singularmente la saga “El cementerio de los libros olvidados”, lo mejor que ha concebido, sin ninguna duda aplicable a
El laberinto de los espíritus, con cerca de mil páginas, pese a lo cual se lee en un rato y contiene los aspectos más atractivos del estilo de Ruiz Zafón: una exaltación de la ciudad de Barcelona; un placer en lo folletinesco; una manipulación del morbo; una técnica, proveniente de autores del siglo XIX —Dumas, Dickens, Balzac, Sue, Pérez Galdós, etc.—, que se originó en la novela por entregas, esos textos pasados de moda, nostálgicos, en los que el héroe sufre percances en cada capítulo y nadie sabe lo que vendrá después, en síntesis, lo novelero, lo soñador, lo romanticón.
Todas estas características las vemos en
La ciudad de vapor —cuyo subtítulo es “Todos los cuentos”—, editado en forma póstuma, pues Ruiz Zafón no disfrutó de este título que lleva miles de ejemplares vendidos desde que apareció, hace poco más de un mes. Son once relatos —ninguno se llama como el libro, a menos que tengamos por tal “La mujer de vapor”, que de vaporosa no tiene nada—, algunos extensos y propios de la novela corta, otros, minúsculos, que ahora llamamos microcuentos, como “Apocalipsis en dos minutos”, que contiene, exactamente, dos páginas; “Blanca y el adiós”, “Sin nombre”, y por sobre los anteriores “Una señorita de Barcelona”, nos presentan a un Ruiz Zafón al cubo: la obsesión por lo gótico, lo tenebroso, lo lúgubre, las desventuras de mujeres destinadas a la prostitución o bien a dejar hijos que nunca conocerán, sea que sucumban en el parto, sea que las criaturas les sean arrebatadas por agentes de adopción. Tal vez la síntesis de la última aventura que citamos, y tal vez de toda la antología, se halle en la frase proferida por nuestro viejo amigo, el fotógrafo Eduardo Sentís: “La historia de la puta de medias de seda”.
A propósito de viejos amigos, en
La ciudad de vapor nos reencontramos con todos y todas los personajes de sus célebres novelas, tantos y tantas que es imposible enumerarlos. Una excepción es “El Príncipe del Parnaso”, donde, sin perjuicio de la reaparición de otros antiguos conocidos, como Antoni de Sempere, se narran los implausibles, deschavetados, estrambóticos, amores entre Miguel de Cervantes y Francesca di Parma. Sin necesidad de haber leído el
Quijote, ya sabemos que el Príncipe de los Ingenios quiso rendir un homenaje explícito a la capital catalana, pues allí comenzó la carrera de la más grande novela de todos los tiempos. Ruiz Zafón se hace eco de su antecesor al componer la intriga más extensa de la compilación —sobre las 130 páginas— que, a fuer de pecar de fantasiosa, es tirada de las mechas, su poco ridícula, un tanto absurda, si bien divertida y apta para pasar un buen rato.
Un problema serio, severo, áspero, del estilo de Ruiz Zafón que se advierte más aquí que en sus amenísimos mamotretos, es una clara tendencia al rebuscamiento, a la frase hecha, a lo alambicado: cálidos amoríos, de belleza y encantos sobrenaturales, aquel veneno celestial, un instante de asueto en brazos de aquella sirena, son citas al pie de la letra, que hallamos de principio a fin en
La ciudad de vapor.
Es posible que lo más logrado de esta recopilación sea dable encontrarlo en las primeras peripecias del inicio del volumen: enigmas, fenómenos incomprensibles, oscuras conspiraciones, confabulaciones de comunidades secretas, hechizos, magias, incógnitas inconfesables, conciliábulos en los cuales el lector nada entiende, confusos enredos que alcanzan el intercambio de recién nacidos, conjuras que acechan por doquier, surgen y resurgen por donde sea, se amontonan, se vuelven nebulosos, impares, extraños, muy curiosos, muy sui géneris, muy peculiares o únicos, particularmente en “Una señorita de Barcelona”, con la terrible frase que transcribimos hacia el final de la horrible anécdota.