Guillermo Arriaga (México, 1958) es escritor, productor y director cinematográfico, conocido fundamentalmente por los guiones de películas ya míticas, como “Amores perros”, “21 gramos”, “Babel” o “Los tres entierros de Melquíades Estrada”. Menos reconocimiento han tenido sus libros, donde aborda la misma temática en parte cínica, amoral, violentísima con gente sin Dios ni ley, o bien sumidos en la droga, el vicio, el crimen. Además, es brutal sin contemplaciones, como ocurre en El búfalo de la noche,
Salvar al fuego,
El salvaje, para algunos su mejor ficción, y, muy especialmente,
Un dulce olor a muerte, publicada originalmente en 1994.
El argumento de
Un dulce olor a muerte parece sencillo, quizá hasta su poco simplón, con ramplonería, pero esa sencillez se traduce y muy bien en altura literaria, en pasión por la escritura, en un alto sentido ético y estético que es posible pasar por alto o no percibir a primeras. Arriaga no recurre a juegos malabares, efectismos o trucos a la moda para llamar la atención: simplemente narra y parece que lo hiciera desde las vísceras, desde la memoria y empleando un cliché un tanto cursi desde el corazón. En el capítulo inicial, Adela, una bella quinceañera, que vive sin sus padres, aparece muerta, asesinada con una cuchillada en el vientre, completamente desnuda, y todos se apresuran a culpar a Ramón, quien apenas la conoce, por más que todos en el pueblo se empeñen en afirmar que era su novio. En verdad, ambos se amaban, pero ni el uno ni la otra se atrevieron a confesarlo. El pueblo es Loma Grande, una “urbanización” cercana a Ciudad de México, muy precaria, por no decir que paupérrima, donde todos se conocen y todos viven pendientes de los demás. Las habladurías, las borracheras, la droga y, sobre todo, el crimen, organizado o individual, son el pan de cada día para los atribulados habitantes de esa localidad.
Sin embargo, en
Un dulce olor a muerte, Arriaga no se solaza en las desventuras de Adela, Gabriela Bautista, María Gaya, Justino Téllez, Eduvigis Lovera, la viuda Castaños, Pascual Ortega, el Gitano, presunto homicida de Adela y amante de Gabriela, y la veintena de personajes que pueblan el relato. En verdad, en términos estrictamente literarios, no estamos ante personajes, sino, tal vez, frente a símbolos de lo que es el México del presente, virtualmente un país sin Estado, donde todos sabemos que sucede a cada rato y donde, en muchos lugares, la existencia es imposible y hasta en los hoteles de lujo recomiendan no usar taxis.
Lo que a Arriaga le interesa, en esta y seguramente en sus otras obras, es exponer la única clase de narrativa que le importa: los meros hechos, mucho más arraigados en la cotidianeidad de personas desamparadas, que la búsqueda artificial y efectista de trucos prosísticos. El lenguaje de Arriaga se alimenta de la acción, del paisaje desértico y hostil y del habla coloquial, proveniente de una comunidad tan librada a sí misma como sucede en los volúmenes de Juan Rulfo y sus predecesores, en particular Agustín Yáñez o el autor de la Revolución, Mariano Azuela. Y desde luego, otra referencia ineludible es
Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, al contar la historia de un rumor creciente que sacude a un pueblo entero, que todos dan por cierto, en el que la culpa ficticia solo puede repararse por medio de la revancha ciega de un delito equivocado, todo lo cual desemboca en tragedia.
Como ya lo dijimos,
Un dulce olor a muerte no aspira a efectismos lingüísticos, carece de la grandilocuencia habitual en este tipo de ejemplares, deja de lado los llamados “efectos especiales” y Arriaga tiene la conciencia narrativa perfectamente clara de entregarnos una trama apasionante, nada más y nada menos que eso.
Un dulce olor a muerte lo apuesta todo a las anécdotas, al juego de contarte historias, casi todas falsas entre sí, y el lector encontrará en sus páginas todas las alusiones a las que ya hemos hecho referencia. Sus “personajes”, brutanteques, alcoholizados, armados con armas largas y cortas en todo momento, evocan la tradición norteamericana de Hemingway, Faulkner o Steinbeck, que concibieron figuras en las que la dulzura, las vacilaciones, los miedos, se esconden detrás del callar o de la rudeza.
En definitiva,
Un dulce olor a muerte es la crónica de un grupo de personas y un conjunto de hombres y mujeres desamparados, que recurren a la transgresión como la sola forma de convivir, a la droga, el alcohol y otras substancias como manera de ignorar el atroz presente —eso sí, con el humor de Arriaga—, al adulterio para pasar el rato, al copucheo para ahuyentar el aburrimiento, a la rutina diaria para no morirse de hambre o, como lo expone Víctor Vargas, un carácter muy inicial de
Un dulce olor a muerte, para olvidar que “ahí jamás va a dejar de heder la muerte”.