Esta semana se ha aprobado en la Cámara de Diputados un proyecto de ley que permite, bajo ciertas condiciones, la eutanasia. ¿Debe reconocerse un derecho a eludir el sufrimiento mediante la muerte o, en cambio, hay el deber de soportarlo hasta que la muerte llegue por sí sola?
Todo parece depender de la forma en que se conciba el valor de la vida.
Si usted piensa que el valor de la vida es independiente de la subjetividad —si usted cree que la vida de Pedro o María es valiosa al margen de lo que Pedro o María sientan o experimenten—, entonces usted parece tener un buen punto de partida para negar el derecho a decidir la propia muerte. Usted puede pensar que el valor de la vida es un asunto objetivo que no depende del significado que ella posee para quien la vive. La vida de quien sufre padecimientos inenarrables valdría tanto como la de quien experimenta la alegría de vivir. El valor de la vida no dependería pues de la experiencia de quien la vive, ni de cuán feliz ha sido ni de qué dolor padeció. ¿En qué podría fundarse ese punto de vista? La manera más obvia de fundarlo —y que anima los días de muchas personas— es la convicción de que la vida es un don, un regalo con el que cada uno se encuentra al venir a este mundo. Esta convicción no se apoya necesariamente en la fe religiosa. Usted podría ser no creyente; pero aceptar que la experiencia de la vida es algo gratuito que, por motivos misteriosos, le fue dado. Y usted podría pensar que si esa conciencia de ser la vida humana un don se abandona —que es lo que ocurriría al admitirse la eutanasia—, entonces muchas cosas correrían peligro porque valdrían solo en tanto usted las estimara.
En suma, hay quienes piensan que la eutanasia debe rechazarse, porque si se la aceptara, se sembraría la semilla de que las experiencias humanas valen en tanto satisfagan a quien las vive. Pero como es obvio, hay cosas que causan sufrimiento e igual valen.
¿Es correcto ese argumento?
A pesar de que subraya un aspecto importante de la condición humana —que ni la vida propia ni la ajena derivan su valor de la mera subjetividad de quien la vive—, ese argumento, cuando se lo aplica a este debate, resulta errado.
Y es errado porque incluso si se aceptara que el valor de la vida es independiente de la subjetividad, de allí no se sigue que ese valor pueda ser impuesto a ultranza. Hay muchas cosas valiosas —los afectos, la veracidad, la fe religiosa— que no es sensato, y tampoco posible, hacer valer mediante la coacción. No se trata pues de negar la experiencia de la gratuidad de la vida, o la experiencia misteriosa de la propia existencia. Se trata de evitar la imposición, bajo la coacción del Estado, de un sufrimiento propio despojado de toda esperanza. Y esto es lo que arguyen quienes apoyan la eutanasia: que el Estado no puede imponer a un individuo que sufre padecimientos inenarrables, una concepción de la vida que para él carece ya de todo sentido. Lo que argumentan es que el Estado no puede obligar a un individuo a homenajear con su sufrimiento un valor al que él no adhiere en modo alguno. ¿Qué razón tiene el Estado para obligar a la supervivencia de lo que en ocasiones no es una vida vivida, sino una vida apenas padecida?
Pero —se dirá— hoy es posible mitigar el dolor, paliarlo hasta hacerlo desaparecer. Sí, es posible; pero ello no suprime el sufrimiento moral de saberse condenado, para escapar del dolor físico, a ser un mero cuerpo sufriente, un objeto manipulado por la técnica, homenajeando un valor en el que ya no le es posible creer. Una vida que para eludir el dolor es reducida a un mero cuerpo en espera de que expire tampoco homenajea valor alguno. Y no parece que el Estado deba despojar a un ser sufriente —porque de eso se trata— de la única venganza posible frente al dolor: decidir por sí mismo el momento de la huida.
La cuestión no es entonces acerca del valor de la vida, sino acerca del poder del Estado: si tiene o no derecho a imponer un significado de la vida a un individuo competente anegado por el dolor, y sobre la base de ese significado, obligarlo a tolerar el padecimiento sin que pueda él mismo decidir el punto final.
Es frecuente ver en este tema un asunto en el que se enfrentan quienes son partidarios de la vida con aquellos que la desprecian o la consideran desechable. Esta forma de plantear el problema es un simplismo y, cuando se le exagera, una obvia tontería porque, como se acaba de explicar, acá no se trata de negar el valor de la vida ni la experiencia de la gratuidad de la existencia, sino de limitar el poder del Estado a la hora de exigir a una persona que soporte una lenta e irreversible agonía, un dolor sin esperanza.
No hay nada pues de desprecio por la vida en la eutanasia.
Simplemente se trata de aceptar que hay circunstancias en que —nunca mejor dicho— no vale la pena.