La democracia que hemos conocido y experimentado a partir de 1990 ha sido una de coaliciones lo suficientemente amplias y estables como para dotarnos de períodos presidenciales que han garantizado gobernabilidad. Ninguna de las que ha ganado la Presidencia ha tenido mayoría en el Congreso. Si bien ello les ha impedido realizar a plenitud sus programas, pudieron, hasta aquí, sostener la conducción política.
Así, el quehacer parlamentario se ha centrado en aprobar, rechazar o modificar la agenda gubernamental; la que, a su vez, se ha ordenado en derredor de un relato o proyecto global que ha mantenido suficiente apoyo popular.
No se ha tratado de gobiernos personalistas o autoritarios, pero sí de coaliciones con un líder. Una misma persona, el Presidente de la República ha reunido la calidad de jefe de Estado, jefe de Gobierno y también de la coalición política que lo sostiene.
Desde el fin de la Concertación, la centroizquierda debilitó esa capacidad de mostrarse como una coalición capaz de ofrecer gobernabilidad. Ya la Nueva Mayoría experimentó fricciones internas que hicieron aún más complejo llevar adelante un programa coherente de gobierno, al punto de perder La Moneda al cabo de 4 años de iniciar un gobierno con alta sintonía con las demandas populares. Si una mayoría se volcó nuevamente por Piñera no fue por afinidad ideológica, sino porque su coalición pareció ofrecer mejores garantías de un gobierno ordenado y realizador.
No obstante, octubre de 2019 dejó al Gobierno sin relato ni proyecto. Su división de cara al plebiscito y la de ahora, al enfrentar el segundo retiro del 10%, muestran fracturas profundas que no responden a un puro problema de división entre sus líderes y partidos, sino a una mutación en su electorado, al que los partidos y facciones tratan no ya de conducir, sino de complacer, aunque con discursos contrapuestos.
En una semana horrible para el Gobierno se desvanece la promesa de la derecha de articularse inmediatamente después del plebiscito en torno al contenido de una nueva Constitución. El segundo retiro previsional sume a sus partidos en una serie interminable de recriminaciones en que los unos se culpan a los otros y cada cual, a un integrante del comité político, el que, en su conjunto, queda debilitado a poco de instalarse. Un desorden que no conocíamos en una coalición oficialista.
Se dice y se repite que Chile está regido por un hiperpresidencialismo; pero la realidad muestra que, sin una coalición ordenada de gobierno, el Presidente pierde el tercio en el Congreso y se transforma en una figura poco relevante.
A falta de conducción gubernamental, el Congreso ha tomado el timón; pero, como no podría ser de otro modo, puede repartir beneficios, pero no diseñar y conducir políticas públicas que articulen los cambios que el país demanda. La amenaza que representa este desorden sobre el gasto fiscal y sobre el crecimiento arriesga la posibilidad de avanzar seria y responsablemente en asegurar el goce de los derechos económicos y sociales que el resultado del plebiscito ha dejado instalado como un mandato.
El problema no parece ser tan solo que las cuestiones demandadas en la gran marcha de octubre pasado sigan sin enfrentarse en lo que queda de este gobierno. La cuestión ahora es si surgirá alguna coalición que, más allá de criticar a sus adversarios, se anime a ofrecer fórmulas concretas de salida a cuestiones acuciantes, como el sistema de seguridad social que habremos de delinear para reemplazar el que nos rige y que ya se desmorona.
En las próximas elecciones, y tal como lo ha hecho en el pasado, una mayoría probablemente volverá a inclinarse por aquella coalición política que mejor le garantice gobernabilidad. El problema político mayor parece radicar en articular un relato de gobernabilidad con vocación de mayoría. La crisis de la coalición oficialista abre a la centroizquierda una posibilidad de reconquistar el voto moderado de centro. Solo que hace indispensable, primero, ofrecer un programa de transformaciones realistas y sustentables.
Asegurar gobernabilidad ha probado ser electoralmente más rentable que hacer discursos complacientes. Ambos están constituidos por promesas, pero lo primero exige hacerse cargo y explicar las prioridades y los límites de cualquier programa político. Es ese ejercicio de honestidad y modestia política el que permite mantener vigentes a las coaliciones en las horas difíciles.