Hemos visto, sobre todo en el contexto de la pandemia, cómo los repartidores que colaboran con las apps de delivery se han convertido en trabajadores esenciales. Junto con recolectores de basura y otros trabajadores, ellos han mantenido viva la ciudad. El negocio de la última milla se ha transformado no solo en una solución conveniente y una disminución de las fuentes de contagio para muchas familias, sino también en un eficiente mecanismo de incorporación al mercado del trabajo para muchas personas.
La desregulación laboral que presenta el mercado de las apps de delivery causa varios problemas muy serios que han aparecido en forma reiterativa en los medios de comunicación, amenazando una actividad que es el sustento de un gran número de personas. Un artículo publicado en Ciper en abril pasado, por investigadores de la iniciativa Fairwork (“Trabajo justo”) de la Universidad de Oxford, señala que en Chile el número de colaboradores de aplicaciones de reparto de bienes y transporte de personas bordearía los 200 mil.
De una parte, las empresas tratan a sus trabajadores solo como colaboradores haciendo todos los esfuerzos posibles por no crear ningún tipo de relación laboral. Por eso, a pesar de ser una fuente eficiente de incorporación al trabajo, se trata también de empleos extremadamente precarios. Los repartidores pasan sus momentos de descanso al frío o al calor de la calle y sin acceso a ningún tipo de servicio, ni siquiera un baño. Comen sentados en cualquier parte. No tienen seguros de accidente, ni cotizan en una AFP. Viven vidas sumamente expuestas, con muy escasa protección.
De otra parte, el modelo de negocios de las apps transfiere los costos operacionales al repartidor. Él o ella tienen que arreglárselas como sea para llevar los productos desde la bodega o la cocina a la casa. Evidentemente, los repartidores harán todo lo posible por gastar poco en sus medios de transporte, sin considerar los impactos sociales que eso genera. Esto ha llevado a una proliferación masiva de motos pequeñas de 49 cc y bicicletas con un pequeño motor a bencina (mosquito) que no requieren ni permiso de circulación ni licencia de conducir, y que paradojalmente contaminan muchas veces más que un automóvil. Como además son pequeñas y peligrosas, los repartidores remueven el silenciador o instalan tronadores para así ser escuchados por los automovilistas y reducir su riesgo de accidentes.
El resultado es que las externalidades de un emprendimiento que parece tan innovador están siendo muy nocivas para la ciudad: ruido, contaminación del aire, mayor accidentabilidad, invasión de veredas y ciclovías por vehículos motorizados a alta velocidad y desorden en las calles.
Nuestro temor es que, como sucede muchas veces, el hilo se corte por la parte más delgada y los costos asociados a mitigar las externalidades que mencionamos recaigan sobre los repartidores. Por eso, nuestra propuesta no está en terminar con las empresas de reparto de última milla, sino en regularlas.
Algunos diputados ya han presentado al Congreso un proyecto de ley que se ha denominado “Mi jefe es una App”. Este proyecto debe ser robustecido. Debe estar orientado a ofrecer mayor seguridad a los trabajadores, disminuyendo la precariedad a través de la protección social que entrega el seguro de desempleo, el seguro contra accidentes del trabajo y la cotización previsional. Pero también debe estar orientado a mejorar y no empeorar las condiciones de vida de la ciudad.
En ese sentido, proponemos avanzar en electromovilidad. Para buscar un modelo que mueva a que las empresas se comprometan con mayor cuidado de la ciudad y la vida en común. Sugerimos que en el mediano plazo todos los repartidores puedan desplazarse en bicicletas con pedaleo eléctrico asistido en vez de motores a combustión y ruidosos. Con lugares donde puedan recargar sus baterías, pero donde puedan también acceder a elementos mínimos, como un baño o un lugar donde descansar. Los beneficios son muchos, el costo por kilómetro de la electricidad es menor que el de la bencina y tanto la contaminación acústica como la del aire se reducen a cero. Hay que buscar mecanismos que por un lado subsidien la compra de bicicletas con pedaleo asistido eléctrico y que, por otro lado, transfieran a las apps los costos de las externalidades producidas por sus repartidores. Externalidades que pueden ser de bajo costo, pero de alto impacto para nuestras ciudades. Este es el único camino para potenciar una actividad esencial que, de desarrollarse de manera más sostenible, será de gran beneficio neto ambiental y social.
Todo esto es especialmente relevante cuando consideramos que varias de estas empresas tienen su operación fuera de Chile y, en consecuencia, sus transacciones no contribuyen tributariamente al desarrollo de nuestras ciudades.
Ricardo Hurtubia
Escuela de Arquitectura y Depto. de Ingeniería de Transporte y Logística UC
Juan Carlos Muñoz
Director Centro de Desarrollo Urbano Sustentable, UC
Miguel Yaksic
Profesor Adjunto Escuela de Gobierno UC