Hay preocupación en diferentes grados por el estado de nuestra democracia, y la conflictividad existente en diferentes modos e intensidad añade confusión e incertidumbre. Mas, predomina la convicción de que es el modo de organización política que mejor responde a la naturaleza racional y social del hombre, haciendo posible la concordia entre los ciudadanos, salvaguardando sus libertades y derechos individuales y colectivos.
Estando llamado el país a discernir reflexiva y responsablemente sobre una Constitución que regulará los aspectos fundamentales de la vida política, social y económica, es una gran oportunidad para hacerlo sobre el orden democrático que debe regir. Y el humanismo cristiano ofrece un conjunto de ideas, principios y valores, en parte fundados en el magisterio pontificio, que pueden acompañar esa meditación. Y quiero volver sobre el pensamiento de Juan Pablo II.
Para él, la auténtica democracia no solo es posible en un Estado de Derecho, sino que debe concebirse también con vistas no a bienes o intereses de partes, sino considerando el bien común, el cual no siempre se examina según criterios de justicia y moralidad, sino de acuerdo con la fuerza electoral, política o económica de ciertos grupos. Estas desviaciones generan desconfianza y apatía, afectando la participación y el espíritu cívico entre quienes se sienten perjudicados y desilusionados. El bien común implica una valoración y armonización realizadas según una equilibrada jerarquía de valores y según una exacta comprensión de la dignidad de las personas y de sus derechos.
¿Cuáles son los principales? A la vida, que integra la del hijo a crecer junto a su madre; a vivir en familia, en un ambiente moral, que permita desarrollar la propia inteligencia y libertad, buscando y conociendo la verdad; a fundar familia; al trabajo, valorando los bienes de la tierra, logrando el sustento necesario y respetando la dignidad del mismo; el derecho a la libertad de las minorías, etc.
Una verdadera democracia debe basarse en una recta concepción de la persona y en una verdad última, que guíe y oriente la acción de la política. Pero hay quienes sostienen que la democracia debiera fundarse en el escepticismo, renunciando a la cuestión de la verdad, por ser inalcanzable, y optan por el principio mayoritario en criterio relativista, estableciendo que la verdad la dicta la mayoría por sí misma: es asunto de número, encuesta o estadística. La democracia no significa que cualquier cosa vale si ha sido votada, no es un simple medio de decisión ajeno a la verdad, sino un fin en sí mismo. También un fundamentalismo religioso es propenso a imponer una verdad, o un partido ideológico cuya verdad la establece su aparato central y la acomoda según la conveniencia. En cambio, la verdad cristiana no la establece nadie connatural, viene dada; la autoridad tampoco lo hace, sino que la sirve y ella se impone por la valencia de la propia verdad. En otras palabras, lo esencial es asentar la democracia en valores trascendentes para evitar que devenga en totalitarismo visiblemente impuesto o premeditadamente encubierto.