El evangelista nos dice que “los fariseos… llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron algunos discípulos suyos, con unos herodianos” (Mateo 22, 16-16). Los herodianos eran los partidarios de la política de Herodes y veían de buen grado la dominación romana. Los fariseos eran celosos cumplidores de la ley, antirromanos y consideraban el régimen de Herodes y sus sucesores como una usurpación.
Si Jesús contestaba que era lícito pagar tributo al César, los fariseos podían desacreditarle frente al pueblo. Si decía que no era lícito, los herodianos podían denunciarle frente a la autoridad romana.
“‘Enséñenme la moneda del impuesto'. Le presentaron un denario. Él les preguntó: ‘¿De quién son esta imagen y esta inscripción?'. Le respondieron: ‘Del César'. Entonces les replicó: ‘Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios'” (Mateo 22, 19-21). La predicación de Jesús no es dialéctica: “César y Dios”. ¿Pecadores o justos? Pecadores “y” justos. ¿Una Iglesia de pobres o de ricos? Un pueblo escogido donde estamos todos, esclavos y libres y otros muchos “y”.
Estas personas de “mala voluntad” (Mateo 22, 18) crean un conflicto que no está en la vida ni en la enseñanza de Jesús. Él no es hombre o Dios, es Dios y hombre; la vida cristiana no tiene el dilema de rezar o ser hombre de acción, sino esforzarse por ser contemplativo en medio del mundo.
En la enseñanza de Jesús hay prioridades, pero no hay enfrentamiento u oposición: viene por la salvación de todo el mundo, pero primero están las ovejas descarriadas de Israel. Advierte que hay que temer “ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno” (Mateo 10, 28), aun cuando afirma la primacía del alma sobre el cuerpo.
“César y Dios”: tú y yo tenemos que desconfiar de una enseñanza cristiana confrontacional o una predicación dialéctica. En la misma persona de Jesús no hay oposición entre su libertad y la obediencia a su Padre: “Se entregó a sí mismo por nuestros pecados, para librarnos de este mundo perverso, conforme a la voluntad de Dios y Padre nuestro” (Gálatas 1, 4).
“César y Dios” son términos que se necesitan mutuamente para que la vida cristiana sea real y concreta. Es cierto que se pueden hacer énfasis en la predicación o acentuar más un aspecto de la enseñanza de Cristo. Pero hay que estar atentos para no silenciar y dejar incomprensible la vida y enseñanza de Jesús.
Por ejemplo, podemos y debemos hablar mucho del amor de Dios y a los demás, sin omitir su unión con los mandamientos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Juan 14, 15). El buen ladrón nos diría: la misericordia es redentora solo si está indisolublemente unida al arrepentimiento. Y así, hay muchos binomios que Jesús no separó: “César y Dios”, libertad y límites, perdón y castigo, Eucaristía y banquete sacrificial, alegría y Cruz, Fe y obras, Caridad y corrección fraterna, etc.
Una evangelización que omite o silencia la Cruz, el sacrificio, la respuesta del hombre a Dios, transforma el tesoro de nuestra Fe en un discurso humano. Y ante la pregunta de alguno: ¿Jesús es hijo de Dios o de María? Su madre nos diría: es mi Hijo muy amado y es también el Hijo de Dios.
“‘¿De quién son esta imagen y esta inscripción?'. Le respondieron: ‘Del César'. Entonces les replicó: ‘Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios'”.
(Mt. 22, 19-21).