El corazón de la fiesta es la cuarta novela de Gonzalo Torné (1976), saludado en su patria y en el extranjero como autor de obras extraordinarias, hitos de la literatura en castellano del siglo XXI, personalísimas, ambiciosas, comparables con las de Juan Benet, Luis Goytisolo, Eduardo Mendoza, Javier Marías, Belén Gopegui y, claro, Roberto Bolaño. La editorial cita entre sus patrocinadores a Ian McEwan, Colm Tóibín, Cynthia Ozick, Peter Cameron y otras luminarias.
En rigor, tras semejante celebración universal, uno tiene todo el derecho a esperar la octava maravilla del mundo con la nueva entrega de Torné. En parte, el prosista catalán logra cautivar con una historia de acuciante actualidad, en especial muy pertinente frente a la crisis que ha llegado a amenazar con destruir Cataluña. Sin embargo, se abra donde se abra,
El corazón de la fiesta, se halla colmado de frases o términos como “el azul cremoso del mar”; “pretenden desgajar nuestro país conjetural de la corriente económica dominante”; “la llama tímida de un carácter que ni siquiera se reconoce”; “tampoco le apetecía (a un personaje) situarse en el centro de una obsesión”; “hay algo reconfortante en amar a una persona que no te siembra el pecho con larvas de exigencias…”. Si esto no es, por decirlo en forma suave, afectación, podría resultar algo peor, traducido en extremo alambicamiento, innecesario amaneramiento, carencia de la mínima, la más remota forma de espontaneidad.
La verdad es que Torné es, al menos en esta obra, de una artificialidad que supera lo imaginable, sobre todo en los diálogos: todos y todas hablan según un guion prefabricado de oraciones perfectas, con comas, puntos y coma, puntos seguidos y otros signos inverosímiles en el discurso común y corriente. La incorporación de breves párrafos en catalán es comprensible, no puede molestar a nadie, está al alcance de cualquiera. Con todo, repletar
El corazón de la fiesta de intercambios siempre impolutos, inmaculados, intachables, puede llegar a ser hostigoso y hasta almibarado.
Superados estos inconvenientes, el último relato de Torné es muy interesante y atractivo. La trama se diseña a partir de los conflictos de una media docena de hombres y mujeres que sufren las brechas de una nación tirada de aquí para allá por los valores comunitarios, las sempiternas diferencias de clases, la explosiva mezcla que conforma la fusión del dinero y las carreras personales. Torné es desinhibido, a ratos vibrante, su mirada suele ser aguda y hasta clarividente.
Clara Montsalvatges, la protagonista, hereda una lujosa e histórica propiedad en el centro de Barcelona (“una indecencia inmobiliaria”, según sus palabras) y resuelve remodelarla en un centro en el que se pueda atender a amigas, parientes o relaciones femeninas que están en malos momentos, sea de tipo profesional, amoroso o de salud (la descripción de los momentos finales de su madre por cáncer terminal es espeluznante). Los vecinos de Clara son una pareja que no para de gritarse, si bien ella consigue controlarlos. Entran a tallar la antigua pareja de Clara (cuyo nombre es un apodo o un invento), su hermana Ana Selma (¿gemela, melliza?), Violeta y una serie de gente que le hacen plantearse si lo que la heroína lleva de vida —ella es aún muy joven— es una catástrofe o algo que valga la pena. Aquí,
El corazón de la fiesta entrega lo mejor de una intriga muy bien cimentada, tal vez debido a que, en el fondo, Torné no se cree el cuento del gran escritor con mayúsculas. Si bien ellos y ellas poseen profesiones, nadie parece trabajarle un cinco a nadie y ocupan su tiempo en comidas, salidas, viajes, excursiones, intercambios con individuos de las más diversas nacionalidades, extravagantes fiestas, exóticos tropiezos, misteriosas llamadas a sujetos sobre lo que nada se nos informa.
El corazón de la fiesta termina siendo un aplauso de lo que justificadamente ha hecho famosa a Barcelona: su geografía, su arquitectura, su gastronomía, el incomparable paisaje mediterráneo, la despreocupación de sus habitantes y, sobre todo, las tapas, las tapas, las tapas, esos preparados únicos que hacen agua la boca y que explican por qué, a pesar de esa idiosincrasia tan particular, amamos tanto a esa urbe. Es difícil resistirse a tantas tentaciones, quedarse en casa cuando la calle ofrece lo que venga; ponerse pesimista, en medio de tanta alegría. Así,
El corazón de la fiesta —nunca se nos aclara quién o qué es—, consiste, quizá, en la representación de un medio idealizado, aun cuando potente, poderoso, por momentos irresistible.