En Chile, como en todo el mundo más afectado por el covid 19 (Europa y América), el combate contra la peste ha sido uno de aprendizaje. No se saldrá de este túnel sin antes haber creído que destellaba una luz en su final, para desengañarse al breve tiempo; será un largo purgatorio. Incluso, a pesar de las penosas controversias que surgen como si algún iluminado hubiera descubierto la piedra filosofal —hasta un edil, compitiendo con Trump, llegó a exigir la importación de una vacuna rusa—, es de esperar que la población perciba que estas angustias y confusiones se han dejado sentir en todos los países democráticos que han sido afectados por la pandemia y la subsecuente caída de la economía. A contrapelo, algunos de los que vociferaron por mayor cuarentena y exigen gastar a destajo son los que culpan a La Moneda por el desplome de la economía. Esta vez los gobiernos no tuvieron nada que ver.
De todas maneras, en todo el planeta surge el malestar de las poblaciones, porque en el subconsciente se da por hecho que la ciencia es todopoderosa y que las pestes exterminadoras debieran ser cosas del pasado. No fue así y es probable que nunca lo sea. El ideal de una comunidad civilizada es que dirigentes y una parte representativa de la nación puedan compartir la percepción de que, en esta búsqueda de la salida del túnel, nos hallemos en una empresa común y acudiendo a lo mejor de nuestras facultades. Es parte de la definición de la política, en un sentido amplio de la palabra, nuestra convivencia en el marco de un país.
Por ello, lo mismo se puede aplicar a nuestro más que complicado panorama institucional. Descartando un imposible retorno a una normalidad pre 18 de octubre, o que el Gobierno recupere la dirección estratégica de sus inicios —haya sido o no convincente para nosotros—, a lo que se podría aspirar es a encauzar la economía y la vida pública para que recupere su ritmo la primera, y para domar la segunda, esta no solo golpeada por el estallido, sino que por la estupefacción enmascarada de activismo retórico.
Quizás el estallido ya no pueda colocar al Gobierno y a todo el sistema al borde del colapso. Da la impresión de que algo se ha aprendido. Pero es solo una pequeña provincia del territorio político. Porque lo que ha ido sucediendo es una contracorriente “que la lleva”, que los poderes del Estado y sus diversas instituciones, en algo propio de los tiempos revueltos, se tentaron por marcar su dominio —más por lucimiento, por vértigo de pánico y por carencia del sentido de la grandeza, y no por necesidad o principio moral—, haciendo caso omiso del espíritu y de la letra, llevando a cabo lo que a veces se ha rotulado “golpe blanco”, arrancando a los medios 5 minutos de notoriedad, y bailando al borde de un precipicio insondable.
Lo mismo que con la pandemia, ante la desconexión entre el mundo político y las instituciones, o entre ese mundo político por una parte, y el sentir popular (del cual el mundo movilizado no es más que una parte) por la otra, recae sobre el Gobierno la misión de desarrollar una estrategia de ensayo y error, de reparar la grieta que se abrió, cuya articulación fecunda es la única que puede dar vida a la democracia. La tarea es colaborar con buen manejo e ímpetu creativo en los sucesivos momentos decisorios que arribarán en los próximos 18 meses, para que se canalicen las energías dispersas en este último año y más. No existe una carta maestra, sí una escarpada ruta de ensayo y error. Todas las otras instituciones del Estado ingresan al juego del mercado del estrellato, más bien manotazos de ahogados; el Gobierno, por necesidad y salvación, es el que debe mantener el norte.