El acuerdo del 15 de noviembre implicaba asumir una nueva Constitución a través de un plebiscito; este otorgaba la opción Rechazo, aunque en el espíritu de esa firma incluía el propósito de cambio sustancial; y también que la nueva Carta no significase una ruptura con la tradición central de la democracia moderna. No podía seguir ni los modelos de democracia popular o populista, lo que resultaría no en una Constitución “tramposa”, que sería la actual, según se afirma con soltura de cuerpo, sino que una “embaucadora”, ilusionando con derechos de realización instantánea, que nunca este tipo de documento ha podido entregar, ni jamás va a proporcionar.
El acuerdo fue incumplido por una parte significativa de las fuerzas políticas de oposición al no condenar o al menos distanciarse de la violencia, que tenía el aire de ímpetu revolucionario radical. Solo criticaban o condenaban a las fuerzas de orden; y la mayoría de ellos se sumó —y se suma— a una guerrilla política constante, sobre todo con acusaciones constitucionales. Tendencialmente, el sistema institucional transmutó en asambleísmo permanente, para convertir la actual Carta en irrelevante, con la finalidad de paralizar o derruir a la administración Piñera. De paso, aserruchan su propio suelo.
Por ello surgió de parte de los votantes de la centroderecha una reacción visceral, de Rechazo, para no marchar como rebaño a un abismo. Esto, en el plebiscito de abril pasado, que no fue, conllevaría el compromiso —aquí en ese sector se dividían las aguas— de aportar ya sea a una renovación constitucional, o bien participar de lleno en la redacción de una nueva Carta, pero representando a un polo de poder. No era una propuesta fácil de explicar al electorado. En el verano alcanzó a despuntar mística en este sentido, que rebalsaba más allá del voto duro del sector; quizás hubiese podido superar el tercio de los votantes y expresar una voluntad coherente.
Sin embargo, nos arribó la pandemia y congeló el interés político; cunde el aturdimiento. Me parece que una mayoría comparte la idea de que el legislador, el juez y el gobernante pueden alumbrar un paraíso práctico instantáneo. Al Rechazo se le ha escapado el brío, si bien es sentido con fuerza en una minoría no despreciable que, sin embargo, quizás no alcance el 20%. Salvo en La Araucanía, en el resto del país la cuarentena opacó la angustia ante la escalada violentista. No alcanzará para presentar un sentimiento mínimamente organizado, de lo que tantas veces depende el balance de poder en una democracia. Si ya era arduo explicar la idea del Rechazo, ahora hasta eso será inaudible. Ello, a pesar de que razón no le falta al denunciar el fuego fatuo de la santería constitucionalista, que ha llevado a América Latina a tener 252 constituciones en su historia republicana. Ahí estamos.
No obstante la división, a la centroderecha, como tarea política para el próximo año y medio, le resta sostener una posición común ante la casi segura elección de convencionales en abril de 2021, en orden a fortalecer su polo. Desde ahora, debe promover la presencia de un proyecto constitucional que no se aleje de la historia constitucional de Chile que, contra lo que se dice, nunca estuvo tan alejada de los modelos donde realmente funciona un Estado de Derecho; y que la nueva Constitución no solo no sea un remedo de una democracia populista. Los convencionales que tengan esto claro deberán —inevitable y hasta necesario— dentro de un margen transar con otras posiciones. Todo, en orden a que la Carta sea coherente con las constituciones democráticas, aquellas cuyo orden político nos sirve de orientación.