Para entender la corrección fraterna, nos ayuda explicitar lo que no es. En efecto, no es un reproche destemplado, como nos acostumbran algunos mensajes en redes sociales; ni es la expresión de un juicio inmisericorde sobre una persona, como ocurre muchas veces en los blogs; ni es una búsqueda morbosa de los errores para enrostrárselos al hermano, en nombre de una mal entendida franqueza o espontaneidad. Estas y otras expresiones son más semejantes al ajusticiamiento que a la justicia, al escarmiento que a un acto de amor.
La corrección fraterna, por el contrario, es motivada por el amor y por el genuino interés por la salvación del hermano. Por ello,
exige aproximarse a quien ha caído y hablarle con caridad, buscando hacerle ver su error para que se convierta, explicándole que aquello que ha dicho o hecho no es bueno y que, por su bien, debe enmendar. Si este intento no encuentra acogida, el mismo Jesús exige dar un nuevo paso: asociar a otros en este empeño para que juntos, como una red de misericordia, hagan esta obra de amor en favor del hermano.
Comprendido así, la corrección fraterna es uno de los deberes de caridad más difíciles de cumplir para los cristianos, porque nos cuesta mucho enfrentar al hermano para ayudarlo a salir del error, porque le tememos al conflicto, porque preferimos agradar que hablar en la verdad, porque somos cómodos o negligentes al momento de corregir. En fin, cumplir este deber de caridad implica un riesgo que cuesta asumir.
Situados en nuestra cultura, para los chilenos la corrección fraterna resulta particularmente “impopular”, porque entramos en “pánico” al momento de abordar “de frente” las situaciones complicadas. En vez de ello, tendemos a la omisión, a eludir los temas e incluso a dar un aparente respaldo al que está mal, para no verse implicados en la compleja situación del conflicto que puede surgir al evidenciar el error. Esto va unido a la tendencia de “escenificar” una aparente normalidad, de que todo anda bien, mientras las ‘termitas' del rumor —porque igual se habla de lo que está mal, aunque no se enfrente a quien lo ocasiona— erosionan las relaciones y el flagelo de la pasividad —que es omisión— nos hace cómplices de quienes caminan al despeñadero. Cuántos padres de familia evitan enfrentar una situación equivocada de sus hijos, o cuántos jóvenes, engañados por un concepto falso de amistad, no hacen ver la verdad a sus amigos y son testigos pasivos de cómo ellos se arruinan su vida. Pero como la verdad “salta”, estos y otros flagelos suelen ir acompañados, solapadamente, por el pelambre y la crítica escondida que, como una “gangrena”, mata las relaciones, destruye la comunidad y siembra la hipocresía. Este drama profusamente extendido se ve en las familias, entre los amigos, en los trabajos y en tantos espacios de la convivencia nacional.
¿Cómo hacer concretamente la corrección fraterna? Como dice San Pablo, en la segunda lectura de hoy, quien “ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera” (Rom 13, 10). Por ello se ha de tener presente que la regla de oro que ha de regir la corrección fraterna es el amor. Y sencillez, evitando que las palabras puedan herir y matar al hermano, porque lo que queremos es su salvación, su bienaventuranza. Y este acto ha de ser dominado, en todo momento, por la humildad de quien se reconoce pecador y que se dirige a su hermano desde la propia fragilidad.
No puedo concluir sin recordar que no solo existe la corrección activa, sino también la pasiva; no solo está el deber de corregir, sino también el deber de dejarse corregir. Más aún: aquí es donde se ve si uno ha madurado lo bastante como para corregir a los demás. Quien quiera corregir a otro debe estar dispuesto también a dejarse corregir. Como sabiamente enseñaba un autor: cuando veas a alguien que ha sido corregido y le oigas responder con sencillez: “Tienes razón, ¡gracias por habérmelo dicho!”, quítate el sombrero porque estas ante un auténtico hombre o ante una auténtica mujer.
Feliz domingo.
“Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano”.
(Mt. 18, 15)