Me cuesta darle una forma al futuro. Me recuerdo con admiración cuando estudié tenaz (pero infructuosamente) el griego antiguo, cómo en ese pueblo, tan fiel en su cultura a la condición humana, preferían en su idioma, a la hora de querer referirse a una acción que parecía habría de situarse en el mañana, usar modos verbales con sutiles matices que expresaban posibilidad, deseo, duda, condicionalidad, mayor o menor realidad de lo por venir. Es que fue un pueblo que tuvo siempre conciencia de la extrema vulnerabilidad de nuestra existencia, de la fragilidad de la condición actual —esta que engañosamente parece tan estable—, del influjo imponderable de la circunstancia y de nuestra inclinación mental fabulosa a fijar ilusorias figuras sobre ese trémulo telón.
¿Cómo ves lo que va a pasar? No sé, les digo. Algunos con inesperada certeza pronostican 20 años de mediocridad; otros piensan que estamos en el amanecer de un Chile renovado para mejor; otros temen la inminencia de una catástrofe. No se puede saber. Me parece que, para bien o para mal, se le concede demasiada importancia al cambio constitucional. Se piensa que es el instrumento hiperpoderoso de cambio institucional y cultural y, entonces, la sola perspectiva de la sustitución de una Constitución por otra genera una ansiedad y una pasión exageradas. Pero el futuro de una nación no está contenido en su Constitución, como si esta fuese un preciso e infalible programa computacional, sino que depende de cientos de variables que ella no puede controlar y ni siquiera imaginar. La estabilidad (o inestabilidad) institucional —que es muy importante— no nace, se agota ni es un don exclusivo de “la magna carta”. Nunca ha sido así en Chile y en ninguna parte.
Por otro lado, el procedimiento que se diseñó para cambiar la actual es de lo más civilizado que registra nuestra historia. Eso es lo único cierto. El ejercicio mismo de deliberar acerca del sentido y fines de nuestra comunidad política es, además, un bien en sí mismo, entre los más altos a que puede aspirar el ser humano, según una tradición que se remonta a esos mismos griegos, tan cautelosos a la hora de hablar sobre el futuro.
Conversar es siempre bueno, pero sería insensato, como generación, pensar que poseemos la autoridad, responsabilidad e iluminación que nos permite visualizar el futuro y determinarlo: replicaríamos el error que se quiere corregir. Quizás las constituciones entran en crisis porque se espera demasiado de ellas y se convierten, así, en una rígida armadura para las generaciones que vendrán y no participaron en su formación.
El anhelo de cambio, que impulsa de modo genuino este proceso, más que intentar plasmar oracularmente una figura concreta de futuro (el padre que proclama saber lo que conviene a su prole), debería abrir ese futuro a las generaciones que vendrán, como la buena madre que las deja ser lo que ellas pueden, quieren y decidan ser.