La pandemia no solo ha encerrado a muchos ciudadanos, sino que también a nuestros representantes del Congreso, y, como consecuencia, se han sustituido los encuentros cara a cara y los diálogos con diversos grupos de la sociedad, por el uso intensivo de las redes sociales que, invariablemente, distorsionan y segregan. Ahí predomina lo vociferante y exagerado por sobre la reflexión y la deliberación. Esto quizás explica la reforma constitucional que busca gravar, por una vez, el patrimonio de las grandes fortunas.
En 140 caracteres, el proyecto parece atractivo; sin embargo, basta profundizar un poco en él para encontrar múltiples deficiencias. Aun así, no sería sorpresivo que avance, con un enorme gasto de energía y tiempo, y sin alcanzar las metas que promete.
Como en el caso del 10% de pensiones, la propuesta se salta la iniciativa exclusiva del Presidente y utiliza una reforma constitucional para suplir lo que debería hacer una ley. También destina la recaudación a un uso específico, lo que contraviene la Constitución. Al parecer, a las redes sociales no le importan demasiado las reglas.
Como veremos, hay otros cuatro elementos que son, incluso, más inquietantes.
Primero, el proyecto está escrito con un nivel de amateurismo sorprendente. Se cobra una tasa de impuesto de 2,5% sobre activos brutos para personas con activos sobre US$ 22 millones y se otorgan 30 días para pagar. No se definen qué son los activos, ni las instrucciones de cómo debe actuar el SII. Por algo los proyectos tributarios tienen decenas, sino cientos de páginas; la definición de “ingreso” y de “activos” no es trivial.
Segundo, como analizaron Guerrero y Pardow en este diario, las experiencias del llamado “capital levy” (impuesto a la riqueza por una sola vez) son bastante antiguas y, muchas, negativas. La movilidad del capital que existe hoy en el mundo hace casi imposible que estos impuestos recauden montos significativos.
Actualmente, hay un grupo de economistas, académicos de frontera, que sugieren impuestos más altos a los ingresos más elevados (entre los que está Piketty, Saez y Zucman). Dentro de las herramientas específicas que proponen está el impuesto patrimonial. Pero la recomendación más habitual es que sea aplicado, simultáneamente, en todo el mundo. No por nada la mayoría de los países OCDE, que hace un par de décadas tenían un impuesto (recurrente) a la riqueza, lo han eliminado.
Tercero, aumentar impuestos en medio de la peor recesión en décadas es bastante estrambótico. Su efecto directo (en la demanda interna) es limitado, pero su efecto indirecto, a través de estropear aún más la débil confianza, puede ser muy nocivo. Esto último es particularmente riesgoso en el caso de proyectos que tienen una voluntad legítima y justa, como una mayor recaudación progresiva, pero simultáneamente revelan una gran incompetencia técnica. La pregunta que sigue es, ¿qué más traerá el voluntarismo de Twitter?
Se argumenta que, como se aplicaría una vez, los efectos serían mínimos. Tiene sentido, si tuviéramos la certeza de que ese será efectivamente el caso. Algo difícil de creer si tomamos en cuenta las opiniones previas de los defensores del proyecto.
También se dice que servirá para aliviar la gran deuda que estamos comprometiendo. La preocupación es valiosa, pero existe un viejo principio en economía: es mejor que los impuestos sean de forma permanente un poco mayores, y no transitoriamente muy elevados. Así generan menos distorsiones.
Por último, el cuarto elemento es el más importante. Chile necesita aumentar su carga tributaria varios puntos del PIB en los próximos años y este proyecto, probablemente, dificulte avanzar en esa dirección.
No se trata de algo inalcanzable: Australia, Canadá y Nueva Zelandia lo hicieron cuando tenían nuestro nivel de ingreso. Y, entre los instrumentos a considerar, sin prejuicios, se encuentra el impuesto al patrimonio.
Pero hay que hacerlo bien, técnica y políticamente. Ojalá sin la premura que implica hacerlo al alero de una campaña presidencial (como en las últimas dos), ni con la apasionada superficialidad de Twitter.
Un punto de partida mínimo es saber qué ha pasado con las reformas ya implementadas y con el pago de impuestos efectivo. Tasha Fairfield y Michel Jorrat publicaron hace unos años un cuidadoso estudio sobre concentración de ingresos e impuestos en Chile. Descubrieron que, entre 2005 y 2009, el 1% más rico (pese a concentrar entre 15% y 26% del PIB, dependiendo de la definición de ingresos) pagó una tasa de impuestos muy modesta. ¿Cómo será la realidad hoy?
Para discutir con este mínimo de base, el Gobierno debe patrocinar una actualización y ampliación de ese estudio, con monitoreo de un grupo académico reputado.
No vaya a pasar con el impuesto patrimonial como con el retiro del 10% de las AFP y sus carambolas, que inevitablemente dificultan la urgente reforma de pensiones. La construcción de un nuevo pacto impositivo no se puede hacer en 140 caracteres.